otoño
Cuando éramos pequeños y venía el primer día que no era propiamente de otoño, pero lo presagiaba, subíamos al Desierto de Las Palmas a recoger moras de los zarzales.
Eran unas moras gruesas, lustrosas y opulentas que te dejaban los dedos violetas y la lengua (porque unas cuantas caían por el camino) como de vampiro.
Subíamos con las cestas de mimbre que habíamos comprado muchos años atrás en Morella, y las llenábamos de moras de los zarzales. Nos cubríamos los brazos de arañazos de púa y los dedos de pinchazos, pero todo nos parecía perfecto.
La tierra era plumosa y rojo cardenal, rodeno rosa hecho polvo tapizando todos los caminos, con sus motitas de plata lanzando destellos.
Cuando ponías el pie sobre el suelo saltaban dos docenas de saltamontes convertidos en mariposas de alas azules y rojas, y si pisabas romero o tomillo aquellos ribazos olían como la tierra prometida.
El día estaba tan claro que se podían ver las pequeñas tortuguitas de Las Columbretes flotando en el horizonte azul nácar; teníamos encima un cielo terso como una piel joven, henchido de oxígeno y de turquesa, lozano como un pétalo fresco.
Los pinos parecen árboles sagrados, recortados contra el cielo, brotando del perfil de las montañas como delicados dibujos a tinta china, densos, intensamente verdes, oliendo a aguarrás y a trementina, con regueros de resina de color ámbar recorriendo las escamas grises de los troncos torcidos, con copas temblorosas y abigarradas de largas agujas color esmeralda.
El suelo está mullido de tomillo, romero, genista y ajedrea. Todo el monte, pisada a pisada, huele como el amor, como el deseo: un vapor alcohólico que al respirar llega hasta el fondo de los pulmones y se deposita sobre la piel como un aceite oloroso que lo impregna todo.
Llenamos nuestra cesta. Tenemos en la boca el sabor a la vez ácido y profundamente dulce de las moras, un sabor púrpura, especiado, profundo y oscuro.
Bajamos a la playa, subimos al apartamento. Sacamos la cazuela de barro y en nuestra cocina de mínimos cocemos la cesta de moras con montañas de azúcar blanca, lentamente. Mientras, preparamos perritos calientes. Jose Fernando corta la cebolla y la pone en agua con sal y vinagre, para que no pique. Después la dejaremos caer sobre la mostaza y las salchichas pasadas por la sartén.
Y nos sentaremos en la mesa de mimbre con el sobre de concha roja y el ramillete de flores pintado sobre ella a reírnos y a contarnos cosas hasta que sea muy, muy tarde…
Y mientras la noche va avanzando en el firmamento, el perfume del mar se hará más sólido, y lo llenará todo… Y desde la terraza oiremos el rumor apagado de las olas…
Y en algunos instantes fugaces, entre una broma y otra, nos daremos cuenta de que éste es otro de los rituales del final del verano, porque el verano se acaba, se acaba, y el otoño nos empuja para entrar…
Mientras, la mermelada de moras estará lista y la meteremos en botes de conserva. (Limpios, pero sin esterilizar. La vida silvestre de los niños sin padres, siempre al límite).
Mañana, sobre las tostadas rubias con mantequilla que nos traerá la abuela cuando nos despertemos y nos acurruquemos con el cor adormidet en el sofá azul, la mermelada de moras será casera.
Hoy, un maravilloso postre inglés, hecho de despensa de supervivencia: harina, azúcar, mantequilla, y los frutos caídos en los campos o cogidos a los setos en otoño: moras de zarzal y manzanas silvestres.