el campo del tío Gola
Los veranos antes de los dieciocho años son veranos generosos, que se extienden con despreocupación a lo largo y ancho de dos meses y medio. Los veranos son un estado mental: una inconsciencia prolongada, una ligereza sostenida. Las rutinas adquieren una dimensión absurda —levantarse, ir a la playa o a la piscina, elegir tu tipo de helado, comer pipas en un banco, salir duchada de casa para dar el paseo de antes de la cena—. Es precisamente esa holgura la que da pie al amor en los veranos-niño.
(…) Puedo decir que ese fue mi último verano-niño, la muerte de los veranos-veranos.
(…) Joan Didion escribió «que la inocencia se termina cuando a uno le roban la ilusión de que se cae bien a sí mismo». Yo pienso lo mismo y añado que la inocencia también se termina cuando a una le roban sus veranos.La muerte del verano-niño y el final del amor. Anna Pacheco
Hace ya meses, casi al principio de este blog, escribí una entrada que se llamaba Mi vida con el áspic, y que hablaba de uno de los libros de cocina de mi infancia.
Se llamaba así porque el plato que más subyugada me tenía de ese libro era un timbal de gelatina color ámbar con forma de castillo relleno de huevos duros, gambas y demás delicadezas de domingo.
Y es que todas esas fantasías cristalinas y temblorosas me fascinaban torrencialmente por aquel entonces.
Entonces, esa época en la que la gelatina había entrado en la decoración de las ensaladas y postres de nuestra vida a la vez que los aspiradores Electrolux, las neveras Westinghouse y Smeg y las fiambreras Tupperware.
Esa colección de tuppers que rodea a la mujer de aspecto moderno y eficiente de la foto, estaba entera en casa de mis padres.
La gelatina instantánea ha sido durante generaciones un icono americano, hasta el punto de que dicen los que saben que se pueden leer elocuentemente la transformaciones de la sociedad americana contemplando la evolución de los anuncios de gelatina.
La gelatina natural, que procede del colágeno animal, se utiliza en los recetarios desde el siglo XV, pero la gran revolución se produce a mediados del siglo XIX; cuando aparece la gelatina instantánea.
La gelatina se convirtió en un producto estrella en la horquilla de años entre la primera guerra y los 70. Dos guerras mundiales, la Gran Depresión, las posguerras.
Y luego vinieron los 50 y los 60, y todo empezó a cambiar.
Las casas empezaron a ser cómodas de verdad, en los hogares la electricidad lo estaba transformando todo: neveras eficaces, aspiradoras, cocinas limpias, orden, confort.
Esos años, entre los años 20 y los 70, son los grandes años de la Jell-O.
La aparición de la gelatina de limón en la posguerra, la primera gelatina con sabor después del áspic; los platos de aprovechamiento destinados a alargar las sobras convirtiéndolas en un atractivo plato nuevo al sumergirlas en fantasiosos moldes en forma de trenza, de corona, de castillo, de pez… y envolviéndolas en aquel cristal temblequeante de colores vibrantes, que sólo costaba unos centavos.
La identificación de la gelatina con la felicidad y la inocencia de la infancia.
La aparición de la gelatina dulce con sabores de fruta, que se preparaba en minutos y permitía ahorrar las reservas domésticas de azúcar.
Con los años, tanto en América como aquí, la gelatina fue abandonando las ensaladas y los platos principales y desplazando su discreto encanto hacia postres y aperitivos.
Habían llegado los 70.
Las mujeres se incorporaron al trabajo masivamente.
Ya no había tiempo para menús elaborados.
Los mismos productores de la comida envasada de guerra tuvieron la visión de futuro que lo pondría todo patas arriba: la comida preparada que podía comprarse en los supermercados y prepararse en minutos en el microondas o en el horno.
Se acabó la era de la gelatina. Las ensaladas volvieron a ser verduras cortadas y aliñadas en un plato, se acabaron los moldes y las fantasías…
A mí, sin embargo, toda esa deliciosa y nostálgica parafernalia de la gelatina me recuerda encantadoramente mi propia infancia.
Me recuerda las fiestas de verano, con todos los niños disfrazados comiendo bocadillos y bebiendo Fanta a dos carrillos y zampando papas y aceitunas con anchoa y ganchitos, debajo de guirnaldas de colores y de tiras de bombillas que sin duda no cumplían ninguna normativa de seguridad, con el olor a hierba y a mar en los morritos.
Y los niños no eran los únicos que se disfrazaban. Qué va. Ellos eran mucho peores.
Me recuerda a mi padre dibujando carteles para las fiestas con una caja de rotuladores nueva.
Me recuerda los días del final del verano, cuando comenzaban a llegar las apasionadas tormentas que anticipan septiembre, y el alcantarillado se atrancaba, y el agua subía de nivel hasta llegarnos por las rodillas, y todo era una fiesta.
Los maridos se afanaban por proteger los tubos de escape de sus flamantes coches de la crecida del agua, las señoras bajaban al chau-chau, y nosotros salíamos tan frescos triscando con nuestras botas de agua a buscar caracoles al campo del tío Gola, que además de las panochas desflecadas estaba entreverado de amapolas de un rojo sangrante, aterciopeladas, suntuosas, grandes como granadas.
Me recuerda aquellos días sin ley y sin horario, los días de la intuición del final del verano.
Días muy hermosos, con su luz blanquiazulada y deslumbrante, que traían en su mochila emociones fuertes: ya estábamos pisando el umbral de los nuevos libros bien forrados, de las gomas de borrar que olerían de nuevo a gomas de borrar, bolis de cuatro colores, una nueva seño, nuevas amigas, nuevo babi, estrenar cartera y clase.
Pero…
Aiii, ese ‘pero’…
Pero había que separarse de las noches largas, de la respiración del mar, de la luna, de la arena, de los amigos de aventura.
Hasta el año que viene.
Y esa sensación de que el año que viene quizá al volvernos a ver ya no habría chispa, ya no habría reencuentro. El aprendizaje intuitivo de la velocidad irreparable del mundo, de los caminos que se encuentran en un punto y luego se distancian.
Vuelven, vuelven esos días.
Vuelven cada año, en días como hoy.
Aunque ni yo ni mis niños estrenamos ya cartera ni gomas de borrar ni libros forrados, esos días vuelven, fuertes y sápidos, como si no se hubieran ido nunca, y hacen el día de hoy, primer día del otoño, ligero, dorado y fresco, bendecido por el levante, aún más delicado, más hondo, más feliz.