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Escrito por el Feb 17, 2018 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: destinos familiares, historia antigua, la historia familiar, lo inalienable, mi padre, patrimonio vital, pérdidas, tal como éramos

cuanto ya me dejó…

· cuanto ya me dejó me pertenece ·

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Era aquel tiempo en que las mujeres sacaban las cazuelas de barro llenas de arroz sofrito, cubiertas de caldo, al horno de su pueblo, y allí aguardaban cola para ser cocidas.

En la mayoría de las casas no había horno, la gente se apañaba con el fuego de leña del hogar y con la cocina económica, después de gas butano. Aunque apenas nos acordamos, hasta en capitales de provincia como ésta la mayoría de las cocinas de los años 70 aún funcionaban con botellas de gas butano.

3 de febrero. Ese tiempo híbrido que contiene a la vez el invierno más duro y una luz dorada que cifra la promesa inminente de la primavera.

Era el día de San Blas, fiesta grande en Torrente, el pueblo donde nació mi padre y donde seguía viviendo mi abuela.

Calle Marco, una calle estrecha y corta que daba por ambos lados a tranquilas avenidas arboladas que recuerdo siempre llenas de sol, cerca del casino.

Justo al lado de casa de la abuela había un horno. Podía salir (y lo hacía) con esas zapatillas afelpadas de ir por casa, y el batincito de pirineos cruzado sobre el pecho, con la llave de casa -una sencilla llave trilobulada, plana y sin seguridad, preciosa, hija de un tiempo en que la artesanía aún era importante, aún tenía su papel como portadora de gracia cotidiana- sujeta con una cintita de raso al tirante del sujetador.

La casa era sencilla. Bien puesta, sobria, aseada. Sin lujos. No era una casa confortable, pero los niños la adorábamos. Con las paredes principales revestidas de azulejos, era una casa fría, hecha para el tiempo cálido, como todas las casas levantinas con esa concepción interior.

Llevaba puesta la nobleza de serie, igual que algunas mujeres nacen con una elegancia que las distingue de forma natural.

Arriba azulejos blancos biselados, abajo un friso modernista coronando una guirnalda de rosas reventonas y florecitas silvestres, un diseño lleno de encanto, pintado delicadamente a mano, en el que podías percibir cada pincelada (que era, sin duda, de mujer. Las mujeres, desde siempre, hemos sido quienes cogían los pinceles en las fábricas igual que éramos quienes envasaban el fresón o preparaban la anchoa).

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La casa se había ido actualizando lo justo. Ya había un baño con ducha dentro de la casa que se añadía al que daba al corral, pero las grandes puertas cristaleras de madera que separaban el comedor del corral aún eran las de siempre, pintadas de verde hierba titanlux (hermosa pared llena de luz desde la que se veía, como un lienzo claro, el corral, la cocina techada que tenía al fondo y la pequeña terraza a cielo abierto).

Ahora sé que era una casa muy hermosa.

La abuela era una intendente doméstica dura de pelar. De pocas tonterías. Y menos aliños.

La casa no era un hogar de delicadezas, pero siempre estaba preparada para revista: bien encalada, limpia, el titanlux resplandeciente, creciendo capa tras capa, los barnices de madera nutridos, los cordajes de las sillas repasados, los respaldos de los sillones protegidos con sus tapetitos de ganchillo blanco.

No había plantas ni flores naturales. El patio del corral había sido cubierto con un alisado de cemento. La abuela había tenido una vida dura y su entorno era austero y contenido, práctico, simple de mantener,  sin alegrías silvestres.

El portón generoso de madera con sus ventanitas enrejadas abría el recibidor, ancho, iluminado por la luz de la calle; desde una talla de madera en la pared, muy cerca de la orla de fin de carrera de su hijo, te miraba una virgen del Socorro dulce y coronada en mucho oro, patrona de los médicos.

Las habitaciones se abrían a ambos lados, puertas correderas blancas con ventana de cristal traslúcido. Después el hogar, bajo una figura de la Virgen pintada en azulejos. Y al fondo el comedor acristalado, la habitación donde dormía mi abuela y su baño.

Recuerdo estar sentada con ella en la mesa de ese comedor, ya mucho más mayor, cuando yo ya tendría más de 20 años, mientras ella tejía peúcos para la paquetería de su otro hijo, rosas, azules, amarillos, primorosos. Uno detrás de otro, envueltos luego en papel de seda inmaculado.

Y la recuerdo haciendo bolillos con el bolillero apoyado contra la mesa, los patrones de las puntillas repasados en boli, taladrados de alfileres, el ruido de arroyo de los manojos de bolillos al fluir entre los dedos.

Y remendando ropa con puntadas invisibles contra un huevo de madera.

Cada año la abuela tenía ilusión de que fuéramos a ver las celebraciones de San Blas.

Íbamos a ver a la abuela de Castellón en el Pilar, el día de su santo, y a la abuela de Torrente el día de San Blas. Conforme dejamos la primera niñez cada vez íbamos menos; las dificultades de relación entre mi madre y mi abuela se acrecentaban. Mi madre y mi abuela pertenecían a mundos diferentes que mi madre se esforzaba en mantener alejados y escindidos. Era difícil tender el puente del aprecio respetuoso entre ellos, el único que hubiera permitido transitar de uno a otro con facilidad. Me imagino que mi madre pensaba que la única manera de ser lo que ella quería ser era no siendo nada de lo que ellos eran. Así que el puente que existía al principio de la historia se fue quedando viejo y lastimado, año a año, hasta que se cayó a pedazos.

Pero ese día se iba.

No siempre se permitía que la alegría brotara con la naturalidad que correspondía a la ocasión de fiesta, pero se iba.

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Hay una foto conmovedora de la invitación ritual de uno de esos años.

Febrero del 80, mi abuela con su porte fuerte de matrona confiable, de mujer que ha sobrevivido a todo, con un cuerpo que la ha guardado a salvo de todas las jugadas del destino, como un parachoques de carne y hueso.

Vestida de gris, preciosos ojos grises cristalinos y acuosos, pelo gris de peluquería, envuelta en un aura de sólida distinción que fue ganando con los años. La rebeca de punto gris con botones de nácar y los pendientes de perlas.

Nosotros tres, mis hermanos despidiéndose de la infancia, 16 y 14, yo ya completamente adolescente, 17, los tres con cara de circunstancias.

Quizá porque queríamos evitar la resaca maternal que causarían después nuestras caras dichosas en esa foto.

Quizá porque nos ponía tristes sentir en el ambiente, sólida como una naranja, la tensión concreta que crecía entre ellas, pero también la tensión extensa que se expandía en el centro de nuestra familia como una niebla espesa, porque los procesos de deterioro nunca pueden aislarse, nunca vienen solos.

Aún así, pese a esa sombra levitando detrás de nuestros ojos, en esa foto todos, los cuatro, irradiamos el espíritu digno y luminoso, suspendido en el tiempo, que la casa te regalaba.

La abuela preparó una cazuela de arrós de Sant Blai, con sus pelotas dulces y saladas. Lo llevó al horno y luego fue a recogerlo con nosotros para presumir de hijo y nietos, como estaba mandado. Más ella, que estaba hambrienta de ese hijo que había mejorado su posición y vivía confortablemente en la ciudad, y que bien podía haberle dado más a presumir, si la nuestra hubiera sido una familia con más sentido del humor y del amor, dos cosas que a menudo es mejor que vayan de la mano y que en la nuestra escaseaban.

En esa foto está contenido el destino que nos esperaba.

Las líneas de fractura de nuestra familia están todas presentes en ella, como grietas apenas perceptibles que van a volver permeable la atmósfera protegida de un huevo aún intacto.

Sin embargo, entonces, aún ese día y algunos otros más, hasta el 85, hubo arroz de San Blas con sus pelotas, hubo «gaiatos» dulces bendecidos y hubo naranjas y pastas de arrope de postre, y hubo una comida casi alegre en el noble comedor de la abuela, mirando la placa de gres esmaltada en cobalto con la oración de los alimentos, un trabajo inspirado que ahora tengo yo, mirando el cielo turquesa del corral y la promesa de la naya llena de tesoros antiguos, de cestas de retales y de cintas de pasamanería, de puntillas y de antiguas cortinas bordadas, llena a rebosar de olores embriagadores y a la que correríamos en cuanto acabáramos de comer.

Y habría chistes de mi padre, historias antiguas de mi abuela, y besos y lagrimitas al despedirnos, y fue sin duda para nosotros tres, en lo secreto, un día feliz. Echábamos de menos esa casa tan distinta de la nuestra, donde se respiraba un algo de magia primitiva.

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40 años después, con todo lo que he aprendido en ellos, al mirar esa foto siento felicidad.

La felicidad sencilla de saber que las cosas buenas que hemos tenido no se ven oscurecidas por otras cosas tristes que pasaron.

Existen: solas, soberanas, sin rastro de sombra. Para siempre.

Somos libres de olvidar las otras y conservar sólo éstas.

Y también siento nostalgia.

Si pudiera volver ahora ahí, a esa comida, no como aquella casi niña aún, fácil de amedrentar, sino como soy ahora, con lo que sé ahora, me aseguraría bien de cambiar tres cosas.

Solo tres cosas.

Me reiría mucho más, olvidada de toda preocupación, toda incertidumbre y todo presagio de tormenta.

Le daría las gracias muchas veces, asegurándole que el año que viene volveríamos.

Y le daría un gran, gran abrazo. Un abrazo absolutamente elocuente que le dejara bien claro cuánto la queríamos.

Porque es verdad que vivíamos en medio de un campo de dificultades.

Ella en medio de su propia vida, acarreando su historia, sus rigideces, sus angustias, su dolor de madre.

Nosotros en medio de la nuestra, acarreando la sombra creciente, invisible e innombrable, que convivía con nosotros.

Pero en realidad todo eso daba igual.

Podíamos tener compasión de todos aquellos dolores y olvidarlos.

Y si no podíamos, ahora sí podemos: podemos tener compasión de todos aquellos renglones torcidos que era tan difícil mantener bien ordenados.

Y pensar sólo en cuánto, cuánto la queríamos.

 

Proyectos de futuro

Esta tarde soy rico porque tengo
todo un cielo de plata para mí,
soy el dueño también de esta emoción
que es nostalgia a la vez de los días pasados
y una dulce alegría por haberlos vivido.
Cuanto ya me dejó me pertenece
transformado en tristeza, y lo que al fin intuyo
que no habré de alcanzar se ha convertido
en un grato caudal de conformismo.
Mi patrimonio aumenta a cada instante
con lo que voy perdiendo, porque el que vive pierde,
y perder significa haber tenido.
Ya no tengo ambiciones, pero tengo
un proyecto ambicioso como nunca lo tuve:
aprender a vivir sin ambición,
en paz al fin conmigo y con el mundo.

Vicente Gallego (‘La plata de los días’, 1996)

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 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: arroz de San Blas.

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