chipichipi
Cuando eres niño, el solsticio de verano significa vacaciones. Significa Guau. Significa volver a asilvestrarse. Significa noventa largos días de libertad. Y hace un ruido de animalito que sale de una jaula.
El verano suena a cosas doradas: trigo, heno, arena, sol.
Mallas de luz de color almíbar sobre el agua del mar.
Suena también a cosas que no oímos. A estrellas relucientes. A luciérnagas fosforescentes, que flotan en la noche con un sonido de astros levitando en el cielo.
Aunque somos pequeños, nuestras noches son largas, tenemos ese privilegio.
Nuestro tiempo nos pertenece por entero y vivimos en un lugar inofensivo.
Cuando la noche está vencida y nos metemos en la cama, la ventana se queda abierta. Por detrás de la tupida mosquitera de malla verde se desliza el mar, con su nana esmeralda de tirabuzones gruesos, y sus labios húmedos que permanecen frescos sobre nuestra piel hasta que nos dormimos.
Mientras soñamos, olemos el yodo, las rocas, la arena y las algas.
Algunas noches soñamos que somos nosotros quienes encendemos las luces de los faros que se ven en las puntas de la pequeña bahía.
Los libros que leemos antes de dormir resbalan sobre las sábanas cuando el sueño nos rinde y caen al suelo, y alguna noche nos quedamos dormidos con el pequeño globo de luz blanca encendido sobre la mesilla.
Por las mañanas la luz del sol baja a nuestras camas demorándose, como si andara de puntillas.
Se desliza desde nuestros pequeños pies y avanza sobre nuestros cuerpos hasta hacernos cosquillas en la cara.
Entonces, alguien se levanta trastabillando, con los ojos aún cerrados y a tientas, y cierra las cortinas. Una penumbra fresca y llena de trinos se levanta sobre la habitación, y los niños se vuelven a dormir, arrullados por los pájaros y por las gasas frías del amanecer, que invitan a envolverse con las sábanas.
Después del desayuno -rubias tostadas de pan del día anterior con mantequilla y mermelada de moras o con una nieve de azúcar blanco-, vendrá la playa.
Tengo diez, doce años, estoy en plena edad del patito feo. No sé qué hacer conmigo misma, tan greñosa y desmañotada como el patito del cuento, y eso me hace sufrir, pero también despierta algo que ya no perderé nunca: las ganas de mirar el mundo.
Las chicas que ya no son patitos, las que ya han cambiado y esas otras que han sido cisnes desde siempre, lucen como criaturas salvajes sobre la arena. Son preciosas, pero la mayoría aún no son conscientes de que lo son, y eso les da un poder que ni siquiera imaginan.
El sol les ha teñido la pelusa de los brazos y los muslos sobre la piel acanelada; cuando cae sobre ellas al trasluz, el cuerpo se les ilumina con un sfumatto de plumón dorado.
La luz del mediodía les tiembla en las pestañas espesas, y están marcadas con los pasos deliciosos del sol de ayer sobre la piel que ya está morena, pero que aún puede absorber más luz de bronce.
Los bañadores dibujan todas las curvas de sus cuerpos a medio hacer, su piel eclosionando igual que una planta que se despliega desde su semilla: una historia llena de promesas que una querría poder seguir en el tiempo.
El agua está fresca, sacia la sed que el cuerpo tiene dentro, y cardúmenes de pececitos relampagueantes nos rozan cuando nos quedamos quietos. Es tan transparente que nos vemos los pies tan claramente como si miráramos a través de un cristal.
Las tardes son de siesta y jardín en sombra.
Al atardecer, paquetes de pipas saladas sobre el murete, confidencias, mucho mirar el mar, y alguna tarde de Levante vigoroso, una rebeca.
Las noches son oscuras.
Son los años 70, apenas hay farolas en la calle.
Cada farola dibuja un círculo de luz brillante en medio de la oscuridad cerrada, como un bocado arrancado a la noche.
En medio de uno de esos círculos mágicos, mientras los ruidos de la noche cambian, los grillos se callan y el silencio cae sobre la arena fría y compacta de la playa, hay bocadillos envueltos en servilletas de papel, una guitarra, un timple y juegos de los que se juegan a media voz.
La abuela está casi dormida en su cama cuando subimos, con sus tirabuzones grises envueltos en una suave mallita rosa; ya se ha tomado la pastilla para dormir, está cazando sus sueños a lazo para mantenerse despierta hasta que entremos, pero se le escapan, y nos da las buenas noches con una voz que tiene un pie en su habitación y otra en el país del pequeño Nemo*.
Mañana, cuando nos despertemos, la casa entera olerá a los cereales Eko de la abuela, malta y cebada endulzadas con leche caliente, a pan tostado y a ropa limpia tendida en los hilos de la terraza; las ventanas y los balcones estarán abiertos, relumbrando con la vibración ultravioleta del mar, y una brisa blanca perfumará nuestra casa de sal como un huésped agradecido.
Y a las diez, saldremos de nuestras camitas con el cor adormidet, nos dejaremos caer en el sofá azul del comedor, sin hablar, permitiendo que el sol lo vaya despertando poco a poco, y la abuela nos traerá un vaso de leche y un plato con tostadas, nos los dejará sobre el regazo, nos dará un beso y nos dirá a los tres, uno a uno, buenos días chipi, y su piel con tacto de cera aterciopelada bajo la batita de flores lilas olerá a jabón de tocador, a laca Elnett, y a días felices.
Hay que celebrar el solsticio, sí; nosotros también, mientras los niños celebran la llegada de su temporada silvestre. Así que hoy, un plato muy especial: cordero con tomillo asado lentamente. Sólo por cómo huele la casa la tarde que lo horneas, vale la pena hacerlo!
*tener el cor adormidet, el corazón dormidito, es una expresión cariñosa que se utiliza en mi tierra cuando un niño se acaba de despertar y aún no se ha espabilado del todo.
*Little Nemo in Slumberland. Winsor McCay. En español, Norma editorial.