una mesura de uva moscatel
Finales de septiembre. La cosecha de la uva moscatel. En aquel pueblo donde yo pasaba los veranos, casi todos los lugareños, dueños de esas casas de pueblo que se abren a manzana completa, con puerta de “corral” y puerta “noble”, mantienen una pequeña viña.
En los primeros días de septiembre, en las puertas de las casas del pueblo, delante de una cortina de encaje o de un celaje de cuentas de madera, hay una cesta de labranza llena de uva moscatel. A veces hay también melocotones de secano, tomates, cebollas tiernas, higos… Las puertas de las casas están abiertas, son esos años en que nadie cierra las puertas y en los que una cortina delicada es suficiente barrera para preservar la intimidad de una familia, y también para enlazarla, con lo que sucede en la calle.
La abuela y yo recorremos el kilómetro y medio que media entre el apartamento y el puente elevado para el tren que marca el comienzo del pueblo sin prisa ninguna; hay aliciente de sobra para mantener ocupada la atención durante el paseo: la sombra cambiante de los plátanos del camino, los arbustos de anís verde florecidos con sus paraguas de flores amarillas, delicadas como manojos de estrellas en inflorescencia; las historias de los amigos y parientes de mi abuela, que riegan el camino como un agua fluida.
Yo procuro retenerlas y organizarlas en mis cajones interiores, y mientras ando me doy cuenta de que no conseguiré acordarme de todo eso, mi abuela ya es muy mayor, y yo maldigo por no poder usar una grabadora para alargar toda esa conversación que parece trivial en el flujo liviano que nos acompaña; pero yo sé que no es así, y siento avaricia de poder retener todo eso. Para después, para cuando me haga falta.
Avanzábamos despacio hasta pasar por debajo del puente del tren, alineado con la avenida que conducía a la antigua estación.
Era una caseta de paredes pintadas de color melocotón, con el gentilicio del pueblo pintado en azulejos azul cobato y rodeada de macizos de adelfas rosadas. Mis primeros amigos de la adolescencia bajaron del tren en esa estación, unas Pascuas del 78; probablemente, mientras los subir de nuevo al tren esa misma noche, yo fui consciente por primera vez del territorio que abandonaba, y de aquel otro nuevo, más ancho y confuso, en el que entraba.
Esa misma noche, noche de viernes del mes de julio, mi padre volvió de su trabajo en Valencia, y me pidió que bajara al coche para oír algo que me había traido. Y en aquel cassette del Renault de los últimos 70, de repente sonó una canción de Serrat que yo no conocía. Mi padre me había dicho hacía unos días que era la canción fundamental que había que oír de Serrat, porque representaba mejor que ninguna el tránsito entre la adolescencia y la juventud (Serrat era una pasión compartida por ambos en aquellos años, yo con 15, él con 43; él me compraba los vinilos cuando salían y yo los oía decenas y decenas de veces).
La canción era Penélope. Mi padre, que seguramente intuía ese viaje que yo comenzaba igual de claramente que yo, la había comprado en una gasolinera (quién no recuerda los expositores de cassetes tipo jaula en las gasolineras de las carreteras con cintas de El Fari y Azúcar Moreno (y a lo que se ve, también de Serrat). He guardado la carátula de esa casette hasta ahora, como símbolo de un tiempo luminoso en el que sin embargo me equivoqué en casi todas las decisiones que tomé.
Pero ningún error puede con esa sensación de luz de la adolescencia que te revienta en las manos.
Aquellos amigos fueron, pasaron, vinieron otros; la estación de tren ya no existe, ahora hay una mucho más moderna (y con mucho menos encanto, por cierto). Pero en mi cabeza permanece aquella otra, modesta, humilde, acogedora y perfecta en su falta de pretensiones, tan bonita, llena de árboles y de baladre.
Igual que quedan las cestas de uva moscatel en las puertas de las casas del pueblo, doradas y abigarradas, llenas de racimos de uva en cascada. Las señoras de las casas salían, pesaban la uva en balanzas de fiel que se regían por pesos reglados dejados caer sobre los platillos brillantes, colocaban la uva en “mesuras”* de un papel gris grueso y suavemente poroso que cerraban con un pliegue vasto, siempre con el mismo movimiento preciso del dedo pulgar, un gesto que narraba la experiencia del labrador.
En ese mismo paisaje de otoño, raso y resplandeciente, calmo, sin prisas, donde todo sucedía por etapas, veo a mi abuela, recién abandonado el luto riguroso por la muerte de su hijo, que era mucho más joven de lo que yo soy ahora, con los labios pintados de un rojo bermellón, vibrante y precioso, el traje negro y blanco de medio luto y las cejas dibujadas a lápiz color caramelo, preguntando a las “mujeres” de las casas, como ella les la llamaba, a cuánto el kilo.
Desde mucho antes de todo aquello, mucho antes de que su hijo faltara, mucho antes de que yo me convirtiera en aquella adolescente un poco extraña que era, la abuela todos los veranos nos preparaba migas con uvas. Durante una hora larga, cuando el calor ya no arreciaba tanto y septiembre había hecho su entrada cumplida, un día la abuela se ponía frente a aquella cocina de fuegos de gas con la paella encima, escurría las rodajas de pan remojadas en agua entre sus manos arrugadas y llenas de manchas morenas, con la sortija de pedida en el anular izquierdo -una aguamarina rodeada de brillantes- que no se quitaba nunca; se oía crepitar el pan sobre el aceite perfumado con dientes de ajo, y de cuando en cuando me llamaba y me decía, “mira, nena” -señalando a sus rizos, sedosos y delicados, teñidos de color violín-, y me hacía tocarlos: sus tirabuzones gris violín destilando gotitas de sudor por la constancia del fuego de las migas.
Yo le empapaba el agua con el dorso de la mano y le estampaba un beso largo y apretujado en la mejilla.
Hoy, migas de pastor como las que preparaba mi abuela al final del verano.