un pozalito de tellinas
Agosto. Plena canícula. Años 60. Mis abuelos aparcan el Skoda color turquesa en el paseo marítimo, junto a las playas cercanas al Grao de Castellón. Hay una ronda de eucaliptos que sombrean la acera color rosa rodeno.
Es una playa larga y vacía, una extensión de arena por la que los ojos pueden vagar descansadamente hasta toparse al fondo con una línea de montañas bajas, el recodo rocoso que cierra la bahía de Benicasim y abre la siguiente hacia el norte, hacia Oropesa.
La primera franja de playa, junto al paseo, está tapizada por praderas de dientes de león amarillos y fucsias, que abren sus cabecitas al sol como paraguas plumosos y delicados, descubriendo sus corazones llenos de polen pálido. Cuando pasas junto a ellos, hay un runrun de abejas libando que se mezcla con el murmullo creciente del mar.
La arena arde, la playa es ancha, el mar está muy lejos.
Andamos hacia la orilla.
Cuando llegamos, mi abuelo planta una sombrilla, dos hamacas, unos taburetitos plegables hechos con loneta y alambre, saca toallas rojas a rayas azules y blancas, gorritos para los niños y pequeños albornoces sin mangas cosidos en toalla de ruso.
Llevo un bañador azul marino con tirantes rojos y blancos y un gorrito de rafia roja con una banda azul marino.
Me siento en la orilla, encima de la última lámina de agua.
Tengo un pozalito y un rastrillo. Escarbo con las manos, las hundo despacio en la arena oscura y empapada, sin esfuerzo. La arena desaparece alrededor de mi pequeño puño con cada ola que llega y se va, como si se estuviera derritiendo, y los deditos bajan un poco más hondo. La arena está más fría. Encuentro algo liso. Lo saco: es una tellina, azul, lila y rosa, grande como la mitad de mi manita de niña. Entro un poco más en brazos del abuelo. Ahora es él quien las busca y me las da. Las guardo entre mis manos, y luego en el pozalito rojo: medio pozal lleno de preciosas tellinas que brillan como nácar.
Cuando vuelvo a la orilla, miro la arena con atención alrededor de mis manos. A veces veo brotar un reguero de diminutas burbujas sobre la superficie de la arena; ascienden y estallan con un plof casi audible. Yo ya sé que hay un cangrejo ahí abajo, andando por la arena de través. Pequeño y blanco, casi translúcido, o más grande y corpulento, con un cascarón poderoso de color coral. No me dan miedo los cangrejos. Creo que aún no tengo miedo de casi nada.
El agua está fría y me encanta. Está limpia como un cristal, y me hipnotiza ver cómo pececitos diminutos con rayas de un verde fosforescente me rodean suavemente rozándome los pies.
Cuando sea la hora de ir a casa, los abuelos enjuagarán en el mar los cubitos, las palas y los rastrillos. Luego me sacarán en brazos del agua y me dejarán sobre la arena con cuidado, y llenarán con agua limpia uno de los cubos de jugar. Cuando lleguemos a la acera del paseo, me lavarán los pies con ese agua, me secarán bien y me acomodarán en el coche, con la balsita, el flotador y todos los bártulos de un día de playa.
Al llegar a casa estaré sonrosada y tendré hambre y cansancio de sol; la abuela abrirá una tellina y me la dará, y yo me la comeré cruda, y la encontraré dulce y buena, y ese sabor fragante de la tellina natural siempre me hará pensar en el mar ancho y luminoso de las vacaciones infantiles.
La abuela preparará las tellinas con cebolla y tomate, y después habrá tortilla de patata con ajoaceite y pan. Luego me llevarán a hacer una siesta larga a mi cama, sobre las sábanas de algodón blanco bordadas con bodoques y guirnaldas de flores, enredada en la penumbra clara y fresca de la tarde en el mar.
No me cuesta nada dormirme. Sé muy bien que después de hoy habrá otro hoy. Habrá más mar, cangrejos, arena fría, rulos de agua cristalina, más sol y más tellinas.
Porque así es ser pequeño cuando has tenido suerte: un largo día silvestre y feliz, idéntico a sí mismo, que tarda mucho en acabarse.
Hoy, una de pescaditos relucientes: sardinas en adobo de albahaca sobre una rebanada de pan de hogaza, un plato provenzal sabroso y ligero, perfecto para un día radiante con olor a mar.