un baño en otro mar
De todas las fotos de verano que he archivado en mis cajones interiores, hay una que me viene insistentemente a la cabeza estos días.
Son cerca de las siete de la tarde, el sol está bajo y el régimen de brisas junto al mar se ha ido afianzando desde el mediodía: ahora el levante sopla en oleadas y se disfruta como un helado en la boca.
Salgo del apartamento con mi abuela para acompañarla a misa de tarde.
Tenemos un camino de cuatro manzanas hasta la pequeña capilla donde se celebran las misas de verano.
Andamos despacito cogidas del brazo por la acera que está en sombra; la abuela se ha dibujado las cejas con el lápiz de color topo que lleva usando los últimos tres veranos, ya considerablemente menguado, con su capucha de metal que en otro tiempo fue dorada. Se ha pintado los labios de su rojo bermellón preferido y se ha puesto crema en los brazos.
Las chicharras cantan, borrachas de calor.
Mientras andamos y la brisa salitrosa nos empuja suavemente desde atrás, el perfume de la crema se mezcla con el del verano: arena, mar, resina de pino, praderas de pinocha caliente destilando sus vapores alcohólicos.
Una curva, el pequeño campanario y un sendero de grava anuncian la capilla. Alrededor de la puerta de madera que se pliega como un acordeón y que conduce al interior hay dos patios domésticos llenos de enredaderas y de macetas en flor cuidadas con esmero, con la tierra húmeda y las ramas bien podadas.
El jazmín está cubierto de constelaciones blancas; sobre los dos rosales caninos crece una redecilla apretada de rosas diminutas y rizadas, que esparcen una nube de perfume a su alrededor.
Las flores de jazmín van cayendo sobre las dos mesas con sillas que cobijan las enredaderas; aún están frescas y relucen sobre el mármol de las mesas, pero el suelo está cuidadosamente barrido.
Huele maravillosamente, a frescor verde, a ausencia de tensiones, al placer de las cosas hechas despacio.
Es una isla en flor que parece saber cómo expulsar el ruido, el ajetreo y la frivolidad con los que convive en este próspero lugar de vacaciones, como capas vecinas de aceite y agua que se tuvieran mutuo respeto y nunca llegaran a mezclarse.
Subimos los escalones que conducen a la puerta de madera.
Entramos en la capilla, que nos recibe con una bocanada de penumbra.
Entrar aquí se parece a ponerse a cubierto de todo lo de fuera.
Hay pequeños ventiladores colgados de las paredes laterales a intervalos regulares, balanceándose sobre su eje, creando suaves corrientes de aire.
Se oye su siseo rítmico; suena a corriente de agua mansa.
La capilla está casi vacía, es un día laborable, sólo hay una docena de mujeres, la mayoría muy mayores, sentadas en silencio, moviendo sus abanicos como quien recita una letanía, con un gorjeo de pulseras y de varillas de madera fina.
Sobre el sencillo altar hay una jarra de cristal con rosas de jardín recién cortadas, margaritas y papaver blanco.
Me gusta este silencio. Me gusta la luz tamizada, el frescor, la sensación de tierra aparte.
Después, cuando me haga mayor, siempre me gustarán las capillas como ésa. Y algunas otras también, más grandes, pero que transmiten la misma sensación de limpieza, de orden íntimo, de sosiego y de fuerza calma.
Cuando ya no sea creyente seguiré entrando en las iglesias, buscando encontrar ésas que más me gustan: espacios domésticos luminosos y ordenados, vacíos de distracciones, profundamente respetuosos y acogedores.
En la Edad Media las catedrales se construían para sobrecoger, para cautivar a base de desmesura y grandilocuencia. Un ejercicio de subyugación emocional.
Las iglesias que me gustan se han imaginado con la filosofía opuesta: son espacios hechos a escala humana, donde el protagonista es el vacío.
El vacío está presente para que la persona pueda callar, desprenderse de la agitación y del agotamiento de ocuparse de tantas cosas.
Para que pueda dejarse ir y soltar lastre, estimulada por la luz y por la sensación de pureza.
Son sitios que te hacen sentir que puedes dejarlo todo atrás durante un rato. Como en una piscina de gravedad cero, puedes flotar dejando tu peso en otro lado.
Son espacios puente entre nuestro día a día y el misterio el mundo, el misterio que supone estar vivo en vez de muerto, existir en vez de no existir.
La vida de cualquiera se complica cada vez más. El ritmo tiende a ser cada vez más rápido, y uno tiende a querer abarcar demasiadas cosas. A querer saber demasiado, hacer demasiado, controlar demasiado. Y tener demasiado.
A veces es como si tuviera mucha sed, y entonces necesito vacío, silencio, simplicidad. Una especie de cura termal.
Se aparta una de todas las listas de planes, expectativas y cosas que hacer; se queda allí flotando en el silencio un tiempo, y empieza a notarse aligerada. Algunas piezas que no encajan empiecen a crujir. Se rompen algunas cáscaras y se caen como cicatrices viejas.
A veces es toda una aventura.
Porque nunca sabe una cómo saldrá después de pasar bajo su corriente magnética, como si atravesáramos las faldas una cascada sin saber lo que vamos a encontrar detrás…
Estoy muy cerca ya de mis vacaciones, y tengo ganas de lo que todos tenemos: el despertador fuera de la vista, cervecitas heladas, paella al lado del mar, gambas rojas de Denia a la plancha, un buen libro a la sombra, una siesta en una hamaca cubierta con el aire marino, cenar con velas, oliendo a jazmín y sin horario…
Pero también tengo ganas de un poco de silencio, de vacío, de sosiego. De un buen baño de luz. Esa clase de luz capaz de devolverte el poder interior.
Hace unos años estuvimos en Ibiza en el mes de mayo. La isla entera brillaba como un puñado de flores, y flotaba sobre ella un clima de felicidad reverente que la hacía parecer una de esas capillas que me gustan, solo que muy grande, y al aire libre.
En aquel viaje probé por primera vez el flaó, el flaó ibicenco, que lleva menta y anís, al contrario que el que yo conocía, el de Morella, que lleva canela. Es un postre de verano maravilloso.
Y también es una metáfora luminosa de lo perfecta y saciante que puede ser la simplicidad: un horno, requesón, harina, azúcar, huevos y hierbabuena…
Así que hoy, un poco de poesía esencial de la que se puede comer: una rodajita de fláo ibicenco, con su inolvidable sabor a primavera, bien frío!