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Escrito por el Abr 5, 2015 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: abuela Marita, abuelas, Benicasim, felicidad doméstica, la historia familiar, los constructores, pascua, pequeños rituales

pascua florida

Pascua.
A veces, cuando mis padres no están, las dos abuelas se reúnen en el apartamento de Benicasim.
Les gusta estar juntas, viudas las dos ya.
Disfrutan de la mutua compañía, y saben respetar sus gustos y sus ritmos.

En el respaldo de la mecedora del comedor hay un cojín alto y delgado que tejió la abuela Lola, de ganchillo, en azules. Un trabajo hermoso, inspirado y temperamental.

La abuela Mari, al atardecer, está sentada en esa mecedora. Años después, cuando la vista ya no la acompañe tanto, se sienta a leer en la silla de la esquina del aparador, para colocar la novela debajo de la lámpara, una de esas lámparas con un pie de frutas labradas en fayenza blanca.

La abuelita Lola teje peúcos para la paquetería, sentada en una silla. Las lanas son delgadas, blancas, rosas, azules y amarillas. Dos pares de agujas de metal finas y brillantes, que segregan una musiquita tintineante mientras la abuela las maneja.
Algún año también hay lana beis, para los niños. Hay cajas de hilaturas vacías forradas con papel de seda para colocar las parejas de peuquitos dentro, y cintas de seda para hacer las lazadas de cierre.
Y diminutos botones de nácar para los que no llevan cintas.
En cada caja caben tres pares. Aunque aún no han tocado piel de bebé, casi huelen a ella, inmaculados, mullidos, preciosos.

abuelos y abuelas

Por las mañanas, temprano, antes de que el sol apriete, cuando la brisa recorre la casa de balcón a balcón, la abuela Lola saca el aguarrás y el Titanlux y pinta sillas y balcones. Las mecedoras de la terraza de negro, las butaquitas de madera con esmalte transparente, las sillas de enea de rojo inglés.
Frota, asea, rebarniza.
Su manera de trabajar y de limpiar es caracterial, firme, potente, intensa.
La de una viuda joven con tres hijos a cargo, la clase de mujer que siempre fue, como una piel protectora que se echara encima en aquel momento de su vida y que ya no abandonó nunca. Una mujer acostumbrada a vérselas con todo y contra todo en un tiempo difícil.
Siempre hubo tiempos difíciles en la vida de mi abuela Lola, siempre, hasta que se murió.
Nunca tuvo una vida sin preocupaciones, una vida suave.

Antes de llegar ha ido a la fábrica de los monjes del Licor Carmelitano y ha traído una botellita para las dos.
Así que, después de comer, una palometa.
Y un poco de siesta. Y el rosario.

Al levantarse la fregada se guarda. Los cubiertos se secan, igual que los grifos y las pilas, porque si no, no brillan.

La ropa tendida se recoge. Se dobla. Se plancha. Se coloca en los armarios.

Riegan las macetas, quitan las hojas muertas.

La casa por la mañana se orea al sol y por la tarde se ensombrece al reguardo de cortinas y persianas.

A media tarde se asean, se perfuman, se ponen los zapatos, cogen sus bolsos. Se van paseando a misa. Se cuentan sus historias.
Las historias nunca se terminan, siempre quedan más.

A la vuelta un poco de compra: pollo, huevos, fruta. Los niños llenan las garrafas con agua de la fuente.

Por la noche un rato de lectura.
Ya han cerrado la casa, el viento es frío; cada atardecer, la Pascua conserva dentro de su melena de primavera un aliento invernal.
Los antiguos radiadores de calor negro están encendidos, esparciendo un vapor caliente y seco sobre las camas frías, con sus pilotitos rojos flotando en la penumbra de los cuartos.

A veces, mientras la cena se cocina y la abuelita lee, hay una put-put en la pantalla de la lámpara de fayenza. Pero no la matamos. Pasea sus patitas verdes por la tela iluminada hasta que se cansa y se va volando hacia la terraza.

Y luego la novela se cierra, y sobre el camino de luz que desprende la lámpara en la noche cerrada, hay un carrito de madera con platos, servilletas, vasos, cubiertos, fruta y una jarra de agua; hay media ala de mesa desplegada, con un mantel de cuadros; hay una tortilla francesa, queso, jamón, ensalada de tomate y cebollita y un poco de uva que han comprado en una casa del pueblo.

abuelas

Hace pocos días se cumplieron 20 años desde que la abuela Marita murió.
20 años ya.

Cuánto las echo de menos.

Todo eso que has aprendido con ellas.

A estar en silencio. A no decir cosas inútiles.
A sobrellevar la soledad pacíficamente. A organizarte bien.
A vivir con muy poco. A aprovechar los restos de comida. A ser generosa.
A secar los cubiertos y los grifos para que se queden bonitos.
A recoger la ropa en cuanto esté seca, para que huela mejor. A doblar las sábanas con la ayuda de alguien, estirándolas bien.
A tejer. A zurcir calcetines y a guardarlos doblados en parejas. A tener una caja de costura.
A no dejar que las sillas y las barandillas se desportillen sin preocuparte de volver a barnizarlas.

A acercarte amistosamente a quienes tienes cerca.
A dar muchos besos. A no pedir nada. A perdonar.
A recordar todas tus historias como si formaran el capullo que te hace de casa, y a escuchar con gusto las de otros.
A no rendirte.
A tener esperanza.

A no dejar las cosas para luego. A descansar cuando estás cansada.
A no decir todo lo que piensas. A meditar el peso de cada palabra antes de abrir la boca.

A hacerte una palometa después de comer.

Y a dar gracias a Dios por un día más.

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