postales desde el filo
Ahora que me fijo mucho en el aspecto de las calles cuando ando por la ciudad, por aquello de que es imposible no reparar en cómo se está cayendo a trozos la vitalidad que tenía, me doy cuenta de cómo ha cambiado en 30 años el paisaje urbano, el aspecto del tejido artesanal y comercial que sostenía entonces la vida de los barrios.
Ando ahora por la Gran Vía donde vivía de pequeña, que está llena de bajos comerciales vacíos, y comprendo hasta qué punto ha ido perdiendo progresivamente su carácter acogedor y hospitalario hasta convertirse en una especia de avenida fantasma.
Hace 40 años, en las dos manzanas que rodeaban la casa de mis padres había tres quioscos, una droguería-perfumería, una floristería, una pastelería de esas de domingo de familia próspera, dos supermercados, unas mantequerías, una farmacia, una paquetería, una juguetería (aquella mítica Los Tres Reyes Magos), dos papelerías, un zapatero, una horchatería-heladería y un banco. Y seguro que me dejo unas cuantas cosas importantes de esas que dan calidad a la vida cotidiana.
A menos de dos calles tenías todo lo que necesitaba una niña para mantenerse emocionada todo el día: chicles Bazooka y caramelos blandos Damel, sobres sorpresa, cromos y tebeos en los quioscos (como había tres, hasta podías ir de uno a otro cuando te quedaban pocos cromos para completar una colección, a ver si así te salía el que te morías por ver).
Collares de colores en la droguería-perfumería, y esos olores maravillosos del aguarrás, la trementina y el alcohol de colonia.
Y en la papelería cuentos, lápices, gomas de borrar, estuches pecaminosos y esos botes de cola blanca Pelikan que eran todo un objeto de deseo.
Hoy hay cinco bancos (tres de ellos cerrados) una aseguradora, una mutua, una tienda de mueble infantil que está cerrando y un bingo.
De lo que humanizaba aquellas calles, los únicos supervivientes a este “progreso” acelerado han sido la papelería de la esquina, donde comprábamos gomas de borrar con forma de animalitos y ojitos de cristal con pupilas que se movían, que ahora es una papelería supermoderna; las mantequerías, que aguantan boqueando en el mismo local, y Ferrando, la heladería, que cambió de generación, traspasó su local a una de esas nuevas panaderías de cadena y se quedó con un local diminuto que había al lado. Y allí resiste valerosamente al invasor, con sus helados y polos artesanos, y ese maravilloso mantecado, el mejor que he probado jamás.
Sobre el mostrador de Ferrando había cubiletes de madera con pajitas a rayas rojas y blancas envueltas en papel de seda de una en una, y cestitas de mimbre con cucharitas de plástico multicolores.
Estaban las cubas de la horchata y sus cazos metálicos, como flaneras con un mango muy muy largo.
Todas las paredes eran de cristal y el local, que hacía chaflán, estaba lleno de sol la mayor parte del día. Detrás del mostrador había grandes cubas de madera revestidas de acero llenas de nata montada.
Y cuando llegaba el mes de marzo, las relucientes cristaleras de Ferrando se llenaban de barriles de madera pintados a franjas blancas y azules sobre los que colocaban grandes cestas de mimbre planas, como las de ordenar la ropa planchada, llenas de fresitas. (A la invasión del fresón de invernadero aún le quedaban un porrón de años).
Mi marido, que tiene unos años más que yo, me cuenta que por aquel entonces, cuando llegaba la primavera, las plazas se llenaban con puestos de fresas al mismo tiempo que las flores empezaban a brotar en los jardines, y que la ciudad se convertía en una auténtica fiesta.
(Creo que aún no somos capaces de valorar todo el placer que hemos perdido con el asunto de que la globalización ha volatilizado el concepto de “fruta estacional”).
A mí me encantaban todas aquellas tiendas, todas sin excepción. Siempre he sido de ésas que se lo beben todo con los ojos, y siempre he sido fácil de “emborrachar”: soy eso que llaman una “mujer fácil” para la felicidad…
Pero uno de mis sitios preferidos era sin duda esa heladería.
Para mí aquello de bajar a Ferrando a por fresas y nata los domingos era toda una experiencia sensual de alto voltaje.
Hacía días radiantes y ventosos, en el escaparate de la floristería había ramilletes de junquillos, narcisos, anémonas y violetas, en el de la paquetería había medias y lencería fina haciéndole el coro a aquello de que la primavera la sangre altera, y en la pastelería Salvi había deliciosas bandejas arregladitas con yemas y tocinos de cielo, rollitos de trufa, palos de nata y merengues de café con su papelito y su cuchara.
Las bandejas de fresas de Ferrando brillaban bajo el tibio resol como capullos rojos, te hacían guiños desde que cruzabas la calle y te convencían para pensar en toda clase de cosas buenas. Eso no fallaba nunca.
La primavera te provocaba con toda clase de cosquillas, sonreías sin darte cuenta y, tal como decían los anuncios de aquella televisión casi inocente de entonces, la sangre comenzaba a correrte más deprisa por las venas y hacía que todo el cuerpo se te removiera de placer.
Llegabas y mirabas a la barra. La dependienta era una mujer requetemplada que parecía sacada directamente de una portada de disco de los Tres Sudamericanos, con su piel morena y su pelo negro cardado, con sus ojazos a lo Romero de Torres delineados a pincel con khol, los labios pintados y esos aros de oro nada discretos que llevaba en las orejas. Por las mañanas se ponía un uniforme de traje camisero, cosido a medida y perfectamente entallado, de vichy azul o rosa, según los días, y un delantalito de blonda blanca, siempre inmaculado. Tenía una sonrisa espectacular, que empezaba en una de esas bocas generosas tipo Sofía Loren y terminaba en sus ojazos negros. Y te soltaba:
¿Y qué va a ser hoy, guapa?
Pedías un cuarto de nata y medio kilo de fresas, ella se volvía y cogía una cajita desmontada que plegaba en un plisplas, colocaba sobre ella un papel celofanado del tamaño adecuado, abría la cuba, ponía la caja sobre el precioso peso lacado en blanco y con una pala plana iba dejando caer grandes copos de nata sobre la cajita, hasta llenarla con holgura. Ajustaba el peso, cubría la nata con el papel como si la arropara con una sábana y cerraba la cajita, con su asa.
Y luego las fresas: salía del mostrador con su aire rumbero, bien erguida y sonriendo, con aquel tipazo de mujer de las de armas tomar, aquellas caderas portentosas de las que obviamente no estaba nada, pero que nada, avergonzada, mirando de reojo aquí y allá, con la cajita plegada en la mano; se acercaba a los cestos y la llenaba de fresas hasta arriba con delicadeza.
Yo la miraba encandilada. Menuda postal. Pura poesía.
Ha sido una semana amarga, de ésas en las que te toca ver y oír cosas que jamás quisieras haber tenido que ver y oír, ni siquiera desde bien lejos del ruedo.
Todos sabemos que la comida, además de permitir que sigamos vivos -que no es poco- tiene poderes mágicos. Cuando estaba embarazada, una de las cosas que me ponía de mejor humor era pensar en un buen pan tostado con mantequilla por encima y una gruesa capa de mermelada de moras. No me hacía falta ni comérmelo. Sólo lo pensaba, y ya me cambiaba el humor. (Vale: hay que decir que los diecisiete kilos que me tiré encima no eran sólo mentales, no…)
Así que esta semana he optado por volver a tomar ese peculiar camino hacia Oz: el del sol en las cristalerías de Ferrando, las bandejas de fresas, el sabor opulento del helado de mantecado, la untuosidad perfecta de la nata montada. Y aquella mujer sensacional.
A veces una manera de reconciliarnos con las fracturas en las que nos coloca el pasado, ésas que de repente se ponen a escupir lava hirviendo, es dejarse llevar por todas esas postales conmovedoras que conviven contradictoriamente con las cosas hirientes en la misma época. Postales desde el filo… Hay una novela que se llamaba así…
Postales para olvidar el filo, diría yo hoy…
Qué bien tenerlas tan a mano…
Hoy, verdurita en papillote para anticipar la primavera, con un compañero marítimo, alaaaa, que dentro de nada estaremos en la playa y con sandalias!!