vivir entre tejados
· vivir entre tejados ·
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Tengo abierto el balcón de la habitación desde la que escribo.
Un otoño castaño y radiante se desliza por todas las esquinas del aire, llenando el día de olorosas virutas rubias.
La habitación está en el segundo piso de lo que fue en su día una gran casa de pueblo.
Da a una calle estrecha desde la que se ve el bosque y una hilera de montes azules. A unas cuantas brazas brilla el remate de una de las naves de la antigua iglesia de piedra, y, alineados como olas, veo una profusión de tejados claros, coronados por pequeñas ventanas con tejado a dos aguas y chimeneas rústicas.
Detrás, largas filas de nubes blancas, como mechones de suave lana desflecada, avanzan sobre un cielo que destila a chorreones una luz tornasolada, como reflejada sobre miel.
Para mí es un paisaje tan estimulante como el principio de una historia.
Los tejados me emocionan y me hacen sentir reconfortada y segura, pero a la vez me producen el cosquilleo chispeante de la aventura, la escapada y lo prohibido.
Vivir cerca del tejado, en las alturas, más cerca del cielo, donde las cosas pesan menos y el aire está más limpio, donde el cuerpo es tan ligero que casi se parece al de los pájaros y pueden hacerse amigos que de ninguna manera podrían hacerse en suelo llano.
Los tejados siempre me hacen pensar en cosas bonitas: en aguaceros rebotando sobre las tejas en una sucesión de apretados redobles, regueros de agua caudalosa desaguando en los canalillos que forman las las hileras de tejas.
En terrados rojos destartalados transformados por el encanto de lo escondido, entibiados por el sol de la tarde.
En jovencitas tomando el sol, derramando toda la belleza de las promesas que llevan dentro con despreocupación.
En ardillas trotando entre las tejas, gorriones brincando y piando con insistencia, Mary Poppins recorriendo los tejados de París con su deshollinador.
Alejados de la gravedad plúmbea que reina a flor de tierra, en aquellas regiones elevadas sucede con calma surreal todo lo inesperado.
Y escenas que se vuelven extraordinarias a la luz magra de los bajos fluyen con la naturalidad del agua en aquellos promontorios de luz azul.
Tejados amables donde escribir a cubierto todas las palabras del amor.
Y alguna vez, el amor silvestre con un techo celeste.
Compañera de los pájaros y las copas de los árboles, las estrecheces de allá abajo quedan muy lejos aquí arriba.
Porque aunque no lo fuera, un tejado siempre era tuyo: privado, escondido, clandestino.
Cuando estaba dejando de ser niña adoraba subir al terrado de mi casa familiar, un noveno piso abierto a una vía de tráfico amplia orlada de grandes plátanos que oscilaban en la brisa como espumosos brazos verdes.
Oler el sol en los ladrillos y en la puerta de latón, que ardía, y asomarme al murito pintado de cal y ver la marea verde de los plátanos formando dos largos ríos que hacían perder toda su importancia al tráfico de las calzadas, y ver el mural de cerámica que adornaba una de las torrecitas de mi colegio con una virgen rodeada de ángeles que había vencido al demonio.
O mirar los amplios patios de primero, con sus bancos revestidos de azulejos blancos y azules, una pequeña fuente, y los hermosos arriates de flores: paraísos privados que eran como una alucinación.
¿Cómo una finca tan prosaica como aquella podía esconder en su interior toda esa poesía secreta? Qué lujo sería vivir allí dentro, salir a oler las flores cada noche, jugar entre macetas perfumadas.
Quizá el descubrimiento de aquellos vergeles domésticos fue mi primera intuición de la felicidad sensual que guardaban los jardines caseros.
Andanas, buhardillas, trasteros, terrados, terrazas, claraboyas, lucernas, tragaluces, cancelas, enrejados, celosías, rejerías, farolitos, velas, cañizos, entoldadas: maravilloso vocabulario casi erótico de lo celeste hecho carnal por obra cómplice de la soledad y de la altura.
Los tejados de cualquier ciudad hablan de ella con un lenguaje que no contiene subterfugios ni artificios, sin mentiras.
Los tejados son como el inconsciente, el territorio de lo simple, lo nítido, lo numinoso, lo que está por debajo y lo que está desnudo.
Quizá por eso subir hasta un tejado tiene algo de liberación y te conecta con la parte de ti mismo que es más tuya: más alocada, menos repeinada, más genuina y más capaz de jugar, de ser sincero y de hacer travesuras.
A cubierto de miradas afiladas, envuelto en la energía límpida del cielo y en su lenguaje de cosas insólitas, respirando la anchura de la luz.
Bebiendo luz como una mariposa, en la cima del mundo.
A los amantes de los tejados quizá os guste este libro: Tejados de Barcelona. Miguel Herranz. Gustavo Gili, 2016.
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Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: ratatouille.