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Escrito por el Abr 11, 2014 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: aptitud para la felicidad, felicidad doméstica, infancia, mitología de infancia, perfume

un patito y burbujas de jabón

Cuando era muy pequeñita tenía un patito que hacía burbujas de jabón.
Era un patito de plástico hueco que se destapaba como una jarra de cerveza irlandesa: en el lomito plumoso tenía ensamblada una pajita de plástico grueso enganchada a un muelle en espiral que al cerrar la tapa se quedaba en el interior del patito.
Llenabas el patito con agua jabonosa, abrías el lomito y cuando soplabas por la pajita una larga cinta de burbujas iridiscentes de todos los tamaños se derramaba a través de tus labios de niño.
Era una verdadera maravilla (y yo una niña muy impresionable) ;)
El asunto hoy es el olor de ese jabón.

Aquellos tiempos, mediados los 60, eran los de aquellos tacos bastos de jabón Lagarto, los de las preciosas bolsitas verde esmeralda del jabón Viker y los de los sobrecitos de azulete.

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La cocina de mis padres, larga y estrecha, fondeada por un ventanal de cuatro hojas de madera pintadas de blanco que se abría a un enorme y tranquilo patio de manzana con sus gatitos sobre los tejados de teja.

Cuando yo ya iba a la universidad, recuerdo las mañanas del mes de mayo. Mi padre se había levantado y se había ido a su trabajo muy temprano; mis hermanos y yo nos levantábamos tras él, y salíamos dando tumbos por el largo pasillo oscuro, a lo largo de la casa cerrada (hoy yo, cada mañana, aunque eso me retrase unos minutos, abro todas las persianas de la casa antes de irme a trabajar, y si es invierno cerrado, elijo qué luces dejo encendidas. Me gusta pensar que mis hijos se levantan en una casa luminosa y despierta, que de alguna manera les hace la compañía de los que son más madrugadores que uno).

No levantábamos ninguna persiana. Desayunar en casa de mis padres era una ceremonia más que exigua.
No sé por qué no levantábamos las persianas, dejando entrar la luz en casa. Quizá porque íbamos con prisa, quizá porque mi madre dormiría un buen rato más y se daba por entendido que la casa debía dormir también.

De modo que era así, desayunábamos un vaso de leche con Nesquick hecho con leche condensada y agua caliente del grifo, solos, con luz de bombilla y en silencio.
Ya más mayor, yo, sin embargo, me recuerdo yendo un poco vagabunda hacia ese ventanal que fondeaba la cocina como un faro, haciendo que la persiana de madera, vieja y pesada, clareara un poco, y colocándome bajo el pálido sol color limón a beberme la leche (y algo después, a tomarme mi bocadillo de pamplonés con pan cruijiente recién subido del horno con esa miga gloriosa untada con bien de mayonesa).

Bajo esa luz naciente, preciosa, delicada y prometedora como el brillo del mar en verano, yo empezaba mejor mi día. Bajo aquella luz discreta y un poco cómplice de la persiana a medias yo aprendía, a solas, muchas cosas sobre mí misma y sobre la vida que elegiría en el futuro.

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Bueno, y retomando aquella historia vieja, bajo ese ventanal de claro fondeo había -hay- un armarito lleno de productos de limpieza y trastos varios. Lo recuerdo bien porque lo limpié a fondo hace un par de veranos, y las postales de ese verano de limpieza general se sobreponen con las de aquella primavera de mis tres, cuatro años en la que mis padres compraron aquel patito, lo llenaban para mí con un agua de Viker, y por la noche, después de varias sesiones gozosas de burbujas a gogó, lo guardaban en aquel armarito hasta el día siguiente.

Esta tarde, después de dos horitas largas de trajinar aquí y allá poniendo orden en el caos cotidiano de mi casa, la lavadora ha empezado a parpadear. Abrirla, vaciarla. Toda la habitación llena de olor a jabón.

Tengo que tender, pero antes de subirme al terrado me siento un momento, aturdida por el efecto del olor a jabón, y me acuerdo de toda esta historia.

Llevo más de una semana muy cansada, con muy pocas fuerzas, un poco como en medio de una pájara de collado alto. Y ahora viene este olor a jabón, que me hace pararme y sonreír para mí misma. Un olor que se parece a una señal de tráfico que dice, a tu casa, 50 metros.

Bien. Voy a rebozarme un poco en este olor, a jugar un poco a las casitas, y la semana que viene más. A veces con ver parpadear el faro ahí lejos es suficiente.

Así que, de momento, os contaré un plato que es tan simple y reconfortante como mi olor a jabón, perfecto para los días ventosos y cambiantes de la Pascua loca, tan bonita, contradictoria y emocionante ella.

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