miramar
Junio al alcance de la mano, después de este mayo de deliciosa primavera, que nos ha regalado tardes y mañanas frescas, mediodías radiantes y un mundo en flor.
Igual que cada uno tiene sus lugares inexistentes a los que puede ir, imaginándolos con todo lujo de detalles, cuando necesita que el mundo se pare un poco, también tenemos pedazos de sueños que hemos ido componiendo con el tiempo y que son como botes de cristal llenos de aire del mar.
Desde hace muchos años, hay un sueño que me alimenta las fuerzas cuando el verano se acerca, las vacaciones aún están lejos y mis fuerzas ralean un poco ya.
Éste es mi sueño:
Conducir hasta el mar en el aire caliente. Cuando el coche se acerca, como cada vez, detenernos en la última curva, para poder abarcar de un vistazo toda la bahía azul orlada de crestas blancas.
Salir del coche y notar cómo el viento marino nos despega de la espalda la camisa mojada de calor. Sentir el perfume del mar en los pulmones y el salitre como saliva húmeda en la piel.
Y entonces conducir la última curva, quitarse el reloj antes de bajar del coche, coger la bolsa ligera que llevamos, cerrar las puertas y olvidarse de todo lo que nos había tenido ocupados hasta llegar ahí.
Al poner los pies en el suelo la casa está ahí, bonita como un barco, dejada caer sobre el lienzo del mar, simple, limpia, sin adornos, amplia y blanca como un velero con toda la jarcia desplegada. Como si estuviera esperándonos.
Cruzar el jardín, entrar y abrirla enseguida, todas sus ventanas azules abiertas como párpados, y sentir llegar esa sensación de estar en medio de una corriente de agua, completamente al alcance del viento…
Hay un cuarto en la torre, en el miramar*. Un cuarto amplio, blanco, con hermosas ventanas, largas cortinas de muselina blanca, baldosas frescas en el suelo.
En el jardín la higuera está llena de higos, y en la sombra de las palmeras hay una ducha.
El agua está caliente por el largo roce del sol.
Ducharse en el aire tibio que señala el atardecer, dejando que todo lo que traías encima se disuelva sobre la hierba, y subir al miramar envueltos en toallas, con un vaso de ginebra con hielo, menta y lima verde.
Abrir las contraventanas azules y desplegar los grandes ventanales, notar cómo el viento del este cruza la habitación como un arroyo. Huele a sal, a hojas de higuera, a pinocha, a adelfas al sol. Al frescor azul del mar.
Y tumbarnos sobre la cama a beber despacio mirando las ondulaciones de las palmeras enmarcadas por la madera azul.
Al principio mirándolas, después sin mirarlas ya, aunque con los ojos encima de ellas, dejándose ir de vez en cuando hacia las vigas del techo, pintadas del mismo azul calizo, dejándose ritmar por el movimiento constante y agradable de las hojas, que oscilan como verdes abanicos desflecados…
Dejando entrar y salir de nuestras cabezas hilos de pensamientos y de recuerdos, todos gratos…
Es el efecto que la casa tiene siempre sobre nosotros, y ahora lo único que hemos de hacer es entregarnos a ese delicioso no-hacer, no-esperar…
Ése es mi sueño.
Ha sido real algunas veces.
Y eso le ha dado más poder.
Así que cuando estoy muy cansada lo saco y lo aireo.
Lo despliego dentro de mí como una sábana que se hace descender sobre un colchón, y él me rehace, me rehidrata, me devuelve el color a la cara.
Junio está al alcance de la mano…
y nuestros sueños también…
*Un miramar es una torre elevada sobre la azotea de una villa, que solía contener una sola habitación, y cuatro ventanas a los cuatro puntos cardinales. Es una construcción típica del levante valenciano, tanto de las casas marítimas como de las de huerta, jardín y ciudad. A mí me encantan los miramares, y la ciudad, aún ahora, y pese a la escasa protección urbanística, está llena de ejemplos maravillosos de esta hermosa costumbre. Y aún más en las muchas villas de mar, sobre todo en las que eran lugares de veraneo tradicional, pero también en toda la huerta.
«Los moros tenían minaretes, desde los cuales elevaban sus oraciones. Los cristianos que les sucedieron en el dominio de la ciudad trocaron los minaretes en miramares. Necesitaban de cuando en cuando adorar a su bella naturaleza (…) A los valencianos gustábales contemplar su mar, no perderlo de vista, y por ello construían estos miradores que llamaban miramar. Una puertecita del porche comunicaba con el terrado, y en el centro de éste elevábase el miramar. Había que subir por una escalera de tijera. Primero se tropezaba con una habitación cuadrada, con ventanas a los cuatro vientos. Allí solía guardarse un anteojo de larga vista plegable (…) ¡Qué gustosamente se saboreaba Valencia desde aquellos miramares!».
Teodoro Llorente Falcó