lo que el cuerpo tiene que decir
Parece que últimamente se ha puesto muy de moda eso del mindfulness. Otra cosa trendy que entra en nuestras vidas con nombre inglés, que siempre suena más cool.
No hace falta ser adivino para imaginarse lo que opino yo de la mayoría de las cosas trendy y, por extensión, de sus apóstoles.
Pero en este caso quisiera hacer una excepción, hablando de la cosa ésta del mindfulness un ratito.
Mindfulness, en la lengua del reino, no significa otra cosa que atención plena.
Con esto pasa un poco como con ese arrebato por el famoso kale, del que hay recetas en todos los blogs de cocina que se precien de estar al día, (pronuncia conmigo, amiga, queeeiiiil), y que ahora resulta que no es ni más ni menos que nuestra rústica y doméstica berza. Acabáramos.
A lo que íbamos.
Hasta el más despistado se habrá dado cuenta de que mientras nos lavamos las manos, ponemos la lavadora o vemos una película que no nos absorbe por completo, hablamos con alguien, andamos por la calle o viajamos en autobús, nuestra mente tiende a comenzar un enrevesado circunloquio con voz en of.
La práctica de la atención plena no es más que entrenarse en romper ese férreo runrun del pensamiento que fluye por debajo de lo que en realidad nos llevamos entre manos.
Ese runrun que se parece tanto a un manantial subterráneo que va avanzando dando saltitos de piedra en piedra. No se le ve, pero se le oye.
Y meditar puede ser, simplemente, dejar de correr y prestar atención a lo que sucede. En este momento. Dentro, fuera.
Mirar y percibir sin darle al manubrio del pensamiento.
Una manera de soltarse de los grilletes del runrun.
¿Por qué nos sucede esto del runrun de una manera tan radicalmente arraigada en nuestra sociedad? ¿Por qué otras comunidades menos «civilizadas» muestran una entrega al presente más completa y fluida?
Es difícil pensar que es algo que no está relacionado con nuestro modelo educativo, y con la historia de la filosofía occidental. Así como con la bendición sistemática de la ambición, de la competitividad y del logro.
¿No parece lógico que un niño al que se separa de su cuerpo y del mundo natural cuando apenas tiene seis años, para empezar un programa intensivo de entrenamiento mental -donde cada vez más y más, apenas tienen cabida las emociones, las sensaciones, la corporeidad, la música, el arte, el baile, el contacto con la naturaleza, la expresión espontánea- aprenda a vivir lejos de esas regiones, antes tan soleadas, de su experiencia vital?
¿Donde cada vez tiene menos cabida lo que desea hacer y más lo que debe hacer, de modo que sin duda llegará un momento de su vida en que confundirá ambas cosas hasta el punto de no ser capaz de distinguirlas cabalmente?
La cosa se tuerce, si has sido un niño afortunado, a eso de los seis años (si no, mucho antes), y sigue torciéndose sin freno hasta que uno se jubila.
Cuando uno se jubila, y después de semejante entrenamiento, también parece sencillo entender por qué tanta gente se siente como si hubiera frenado por los pelos al borde de un acantilado y se estuviera balanceando peligrosamente sobre él.
Así que, cuando entramos en la segunda década de la vida, la mayoría ya consideramos normal en nuestra vida cotidiana, sobre todo las mujeres, hacer dos y tres cosas a la vez en nombre de una pretendida mejora de nuestra productividad -miramos el correo mientras doblamos ropa, hablamos por teléfono con los auriculares puestos para tener libres las manos y mientras fregamos la vajilla, y procuramos apretar nuestras rutinas eficazmente para no «perder» el tiempo. (Añádele el runrun y ya tienes cuatro!)
Esa necesidad o impulso de hacer varias cosas a la vez para «acabar» antes, o para tener tiempo de hacer más cosas, nos imbuye de modo insconsciente en un estado de urgencia, de prisa, que se asienta en nosotras como algo natural.
Mientras hacemos una cosa estamos pensando en la siguiente.
Nos levantamos temprano y empezamos a correr, a planificar nuestras rutinas y nuestra agenda para hacerla más eficaz, y cuando caemos en el sofá después de la cena no hemos dejado de correr en todo el día.
Es un modo simbólico de decirlo, porque no hemos ido corriendo de un sitio para otro. La aceleración es interior. Nos hemos llevado en volandas a nosotras mismas todo el día, como transportadas de aquí para allá por una alfombra mágica ajetreadísima, y casi conteniendo la respiración. (Y dieciséis horas de contener la respiración son muchas horas cada día!)
Yo me veo y veo a otros, cada vez más, andando por la calle con el piloto automático puesto, ausentes por completo de la conexión con nuestro cuerpo hasta el punto de que si nos preguntan qué hemos visto en todo ese trayecto somos incapaces de contestar, porque no estábamos.
Como el marino que está durmiendo mientras el piloto automático gobierna el barco.
Íbamos dentro de un cuerpo vacío, deshabitado, desprotegido, y que sin embargo se siente a sí mismo ingenuamente a salvo bajo la presidencia del pensamiento.
Convertidos en cerebros que trabajan sin cesar dentro de un cuerpo adelgazado, mentes hiperactivas alojadas dentro de pálidos fantasmas sensoriales.
Aunque nos han educado concienzudamente para que consideremos que el cuerpo y la mente son cosas diferentes, y que es la mente quien debe ejercer la gobernanza natural de nuestras vidas, porque precisamente eso es lo que nos distingue de los animales, en realidad la cosa no va así.
Esa sensación continuada de prisa interior, de arrebato y urgencia, de querer «apurar» el tiempo, de que no nos da tiempo a hacerlo «todo», se traduce en un torrente de reacciones fisiológicas hormonales de las que no somos conscientes en absoluto y que modelan por completo nuestra sensación de bienestar, nuestra capacidad de sentir alegría y nuestra salud en el sentido más profundo de la palabra.
Ahora se sabe mucho más que hace unos pocos años sobre esta clase de influencia: se sabe que el recuerdo de un suceso angustioso provoca una descarga de estrés similar a la de la experiencia real, se sabe que el estrés continuado con su secreción rutinaria de adrenalina y cortisol detiene el crecimiento y los procesos de reparación del cuerpo y deprime el sistema inmunitario…
Se sabe que la deprivación de estímulos físicos y de contacto cálido provoca desórdenes neurológicos graves en bebés.
Y se sabe que la sonrisa, la felicidad y el contacto físico amable fortalecen el sistema inmune…
Se sabe, en fin, que lo que pasa en el cerebro no pasa en un entorno vitual y aséptico: lo que pasa allí arriba es justo lo que va a pasar dentro del cuerpo.
Sabemos que el hombre es el único homínido al que le basta imaginar que lo va a pasar mal.*
El cerebro genera una realidad en el cuerpo que es tan real como la vida «real». Lo que pensamos se vuelve real. Nuestra manera de ver y sentir las cosas «crea» la realidad.
De modo que la prisa y la desmaterialización del mundo, la insistencia en la vida intelectual y en los actuales usos virtuales de nuestro tiempo, no sólo nos alejan del bienestar y la felicidad, sino también de nuestra verdadera naturaleza y de nuestro estado de equilibrio ideal.
Habrá sin duda quien desee avanzar en la dirección del famoso proyecto Initiative 2045: cerebros hiperdesarrollados alojados en hologramas. Yo no. A mí me gusta vivir dentro de un cuerpo. Me gusta lo que vivir corpóreamente significa, lo que trae a mi vida cada día.
Cuando entiendes esto, cuando entiendes que tu modo de vida habitual, ese que has asumido como el «normal», como el único posible, está convirtiendo tu cuerpo en una batalla campal, de repente (o quizá no de repente, quizá a mi edad), te entran ganas de fulminar tanta batallita y refugiarte en un templo.
Mejor dicho, de devolver a tu cuerpo su naturaleza de templo: la de algo muy valioso que merece ser tratado como sagrado.
Y puestos en esta tesitura, justo es decir que la atención plena se convierte en un modo privilegiado de favorecer un mayor equilibrio interior.
De vencer nuestro exagerado dualismo mente-cuerpo otorgando el necesario trato de favor -eso que ahora llaman discriminación positiva- a nuestra parte sensorial.
A la conciencia de nuestro yo carnal y sensorial. A nuestra envoltura de piel. A nuestras sensaciones físicas. (Que están tan atrofiadas: sabemos lo que pensamos de las cosas pero no lo que sentimos sobre ellas, ya no recordamos dónde se mira eso).
Total, que esto de la atención plena no es nada esotérico ni propio de hippies -o no sólo ;)-, sino más bien una práctica llena de sensatez que expresa el deseo y la decisión de rebelarse contra esa clase de esclavitud que nos hace tan «modernos» y en la que tantos hemos caído como bobos.
La de tener la cabeza como un bombo con tanto runrun y la de aceptar vivir una vida constantemente apurada.
Al principio es un proceso lento: es como desarraigar una raíz que está muy honda. Cuesta muchísimo, a la mínima que te descuides se te apodera.
Pero el efecto sobre nuestro sistema nervioso, sobreexcitado y agotado por la tensión continuada, no se hace de esperar.
Y uno se siente más contento, más lúcido, más despejado, y no sabe por qué. Uno es consciente enseguida de la descompresión.
Alivio. Ligereza. Falta de peso. Armonía. Y un estado de ánimo alegre, que no depende de nada de lo que va pasando, sino de esa apacibilidad interior, de ese mayor equilibrio fisiológico.
Una sensación fantástica de bienestar nuevo flota dentro de uno como un cogollo de sol.
Después, vamos recibiendo ese bienestar alegre como nuestro estado normal, vamos señalándolo como el más deseable, y nos volvemos sensibles a la pérdida.
Cuando por la razón que sea salimos de ese estado sereno, que no es especialmente lento y calmado, sino simplemente sereno, no acelerado, sentimos la crecida del apresuramiento como unos dedos inquietos sobre la piel.
Una sensación física claramente identificable. Una opresión indefinida, una mano que pesa y que presiona sobre el corazón…
Nos volvemos capaces de identificar esas desviaciones, y por tanto de trabajar con ellas, de manejarlas y domarlas.
Y eso lo vuelve cada vez más sencillo. Uno va limpiando parcelas de su vida de ese runrun que en realidad es tan cansado, desenraizándolas, liberándolas; una capa de calma silenciosa se asienta sobre ellas como una gasa de vapor invernal. Y esa capa rehidrata el espíritu como el rocío nocturno las hojas de las plantas.
Estas fotos son de nuestro largo fin de semana en medio del monte. Cuatro días separada de las rutinas diarias en un ambiente de silencio y naturaleza son como una ventana abierta, proporcionan mucha claridad. Que he sumado a la que ya había ido guardando últimamente.
Porque ya hacía un tiempo que oía yo a mi cuerpo decirme algo así como: ¡ya podías cuidar un poco mejor de mí, chatita, que al fin y al cabo soy la única casa que tienes…!
(esto sólo es un principio, pero seguro que lo que voy adelantando ya le ilusiona a mi cuerpecito, ya).
Para ir un poco más allá:
Mujer, comida y deseo: cómo utilizar el apetito para vencer los malos hábitos y reivindicar el propio cuerpo. Alexandra Jamieson. Editorial Urano, 2015.
Mindfulness para la felicidad: libérate de las trampas de tu mente y construye la vida que deseas. Ruth A. Baer. Editorial Urano, 2014.Un cerezo en el balcón: practicar zen en la ciudad. Laia Montserrat. Kairós, 2011.
Las fotos son de la masía Mar de la carrasca, en Villahermosa del Río, Castellón. Un sitio fantástico para no correr nada ;)
*la frase está tomada literalmente del libro de Eduardo Punset, «Un viaje a la felicidad». Destino, 2012. Página 108.