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Escrito por el Sep 16, 2015 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: apurando el verano, cosas que hacen la vida mejor, jugar, verano

jugueteos

Hoy he visto dos cosas que al final me han llevado a pensar en lo mismo.

Un video del youtube de esos que tienen cienes y cienes y miles y miles de visitas en el que se ve a un caballo, un chiquillo -o algo parecido- y un perro revolcándose gozosos en un campo de hierba, patas en alto, haciendo eso que los perros suelen hacer cuando están contentos -si bien los caballos y los chiquillos_hombres_tíos no lo hacen tanto, creo.

Luego me he puesto a ver en el Canal Cocina Las mejores recetas de Gordon Ramsay y resulta que también tiene un perro que disfruta haciendo eso mismo: revolcándose por el césped de su peazo casa con una irresitiblemente contagiosa sensación de gozo y alocamiento puro -mi chico no se cansa de decir que todo eso es atrezzo, el perro, el césped, la casa y los no sé cuántos hijos, y yo le digo que noooo que noooo, que eres peor que Tomás, hombre de poca feeee.

Y entonces yo me hago esta pregunta.

Yo, que soy tan tremendamente consciente de lo frágil que es todo el equilibrio en el que vivimos, todo este castillo de naipes levantado con costumbres en el que todo tiende, en nuestra imaginación, a durar siglos en el mismo lugar en el que está, a no envejecer, a no agriarse, a no craquelarse, a no rajarse por la mitad, a no explotar sencillamente cual traca del beato Gaspar Bono (ver Wiki)…

Cuando la realidad es que todo hace, o al menos es susceptible de hacer, todo lo contrario…

Todo lo contrario, es decir: envejecer, agriarse, estropearse, rajarse, explotar y desaparecer transportado por los etéreos aunque ciclados brazos de eso que se llama entropía universal…

En fin… Así que yo, sabiendo como sé muy bien todo eso, con toda esa colección de caras, cuerpos y asuntos tan «serios» que arrastro encima al final de cada día, y que la ducha, por mucho que me frote con jabón sin parabenos no me quita, me hago la siguiente pregunta: ¿me tiraría yo mañana por el césped, después de mi trabajo, a jugar a eso que juegan el caballo, el perro y el chiquillo?

¿No sería eso más eficaz contra todas las rozaduras y fugas de energía que acumula una encima en un día de trabajo? (y también me hago otra pregunta, ¿por qué es tan difícil actualmente encontrar personas que trabajen en comunidades donde la hostilidad y la falta de sentido de grupo no sean la dominante del ambiente?)

Seguro que sí es más eficaz. Y la verdad es que ya nunca lo hago. O casi nunca.

Y es una lástima.

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Decía Johan Huizinga que lo que de verdad nos hace humanos no es el trabajo, ni la construcción, ni la artesanía, sino el juego.
O más bien, ser criaturas que además, o pese a todo eso, juegan.

Decía que el juego rescata para nosotros la posibilidad de que la necesidad universal de ritmo, armonía, cambio, alternancia, contraste y clímax se despliegue en cumplida riqueza.

Y también decía que el juego y la poesía comparten el mismo corazón.

Porque la poesía, como el juego, nos hace separarnos lo suficiente de las cosas como para verlas con nitidez, las resume y nos las enseña contra un perfecto horizonte despejado, y eso nos provoca la risa, o la sonrisa.

Esa claridad que nos es tan necesaria en la refriega de cada día, cuando nuestros sentimientos se enturbian y se encallan con éste y con aquel…

«La poesía, nacida en la esfera del juego, permanece en ella como en su casa. Poiesis es una función lúdica. Se desenvuelve en un campo de juego del espíritu, en un mundo propio que el espíritu se crea. En él, las cosas tienen otro aspecto que en la «vida corriente» y están unidos por vínculos muy distintos de los lógicos. Si se considera que lo serio es aquello que se expresa de manera consecuente en las palabras de la vida diurna, entonces la poesía nunca será algo serio. Se halla más allá de lo serio, en aquel recinto, más antiguo, donde habitan el niño, el animal, el salvaje y el vidente, en el campo del sueño, del encanto, de la embriaguez y de la risa. Para comprender la poesía hay que ser capaz de aniñarse el alma, de investirse el alma del niño como una camisa mágica y de preferir su sabiduría a la adulto. Nada hay que esté tan cerca del puro concepto de juego como esa esencia primitiva de la poesía…»*

Preferir la sabiduría del niño a la del adulto. Eso significa que a ratos te pareces más a los perros que a las ejecutivas, a los padres y a las madres, a las personas con cargos importantes, a los banqueros de Mary Poppins y a los secretarios de cualquier cosa.

A ratos.

Ratos importantes, porque te devuelven a la única realidad realmente importante (sic).

Como si estuviéramos dando un paseo por las nubes con un pie cogido de una cuerda que alguien sujeta, y de vez en cuando, ese alguien -ese jugueteo de perros- te diera un tironcito para hacerte descender de nuevo al nivel la tierra.

Eso me recuerda mucho aquella escena de Mary Poppins en la que todos merendaban flotando en el techo de la habitación porque el tío Albert había contado un chiste y todos se reían a carcajadas y según más reían, más flotaban.

Porque así es el juego: es eso que te separa de la mesa de la merienda y te permite comer emparedados levitando felizmente en torno a la lámpara del salón, fuera del tiempo y de los llamados supuestamente imperiosos de la vida real.

Además de las preciosas palabras de Huizinga, al que mis amigos perros no leen, pienso que si todos los animalitos lo hacen sin tener noción filosófica alguna de la bondad del revolcón herbuno, pues por algo será.

Lo hacen tanto que ni siquiera necesitan tener un compañero de juegos, si no lo tienen juegan a revolcarse solos…

Así que lo voy a volver a escribir en mi lista de cosas cotidianas que hacen la vida más buena, y a la siguiente vez que se me ponga por delante un trozo de césped, me retrueco en perrita alocada, y voy y lo hago. ;)

Homo ludens. Johan Huizinga. El libro de bolsillo. Alianza Editorial/Emecé Editores, 1972.

Escribo esta nota justo un año después de haber escrito esta entrada. Releyéndola, acabo de acordarme de algo que leí hace poco, la última entrada, al menos por ahora, del blog de Milena Busquets, y no he podido resistirme a traerlo aquí. Se parece más a Pippi Calzaslargas que a Mary Poppins, y aunque está hablando de dejar atrás la juventud y no es optimista, describe lo mismo que estaba sintiendo yo:

«Pero un día, nos vamos a dormir, pasan 30 años, y, al despertar, estamos rodeados de cadáveres, de gente asustadísima y de prepotentes. Lo que les (nos) mueve deja de ser lo guay (la libertad, el sexo, la diversión, el deseo) y pasa a ser el poder, el dinero, las ganas de figurar y de ser alguien («ser alguien», la expresión más estúpida del universo), de afianzar, de construir, el pánico a perder (cuando no hacemos otra cosa en nuestra vida que eso). Pasamos de hacer las cosas «porque sí» a hacerlas por alguna razón. Supongo que en eso consiste hacerse adulto. Yo, personalmente, lo llevo bastante mal, en el patio del colegio de mi hijo de 8 años sigo prefiriendo jugar con los críos a hablar con el profesor.»

Milena Busquets. El día que dejamos de utilizar la palabra «guay».

(Yo aún gasto la palabra guay varias veces cada día… lo tomaré como una buena señal…)

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