seguid hambrientos, seguid alocados
Estos días de junio hay otra generación de chicas y chicos graduándose. Con esa especie de incredulidad que todos recordamos aún, y ataviados con las galas de su rito de paso, los chicos celebran ese momento que no olvidarán nunca, porque es quizá, de cuantos la vida les reserva, el que mejor condensa la sensación de que uno ha llegado al primer cruce de caminos trascendente de su vida.
Y en ese momento mágico al que te han conducido tus quince años de colegio, cuando por fin te encuentras delante de ese árbol de señales, levantas los ojos y comprendes que el mundo entero se despliega ante ti.
Está ahí delante, a tu alcance, esperándote.
Desde mañana, todo será posible. «Me iré a pasear por donde me lleven el viento y las estrellas. Nada es demasiado grande. Todo lo puedo hacer. Todo lo puedo abordar. Nada es demasiado pequeño. Todo vale la pena. Sólo me he de conformar con ser feliz.»*
He leído en Facebook estos días la emoción de amigos maestros muy queridos, un año más, despidiendo a una nueva promoción de chicos que han conseguido llegar hasta ese cruce.
Pienso en todos esos otros maestros que les han acompañado tantos años.
Tantas horas de paciencia, trabajo, comprensión, ternura, mirada compasiva. Buenos y malos. Y alguno extraordinario.
A ése tampoco lo olvidarán jamás.
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Y eso me ha hecho recordar mi propia emoción cuando llegaron las graduaciones de mis hijos.
Aquel día de cielo despejado que les parecía que no llegaría nunca…
Aquel día en que cerrarían y una puerta y abrirían otra, y sentirían el aire fresco en la cara, y dentro de sí el liviano peso de la transformación, del cambio de estado.
Aquellas caritas radiantes, iluminadas por la visión deslumbrante del nuevo espacio que tienen ante los ojos.
Y esa sensación embargante de que tus hijos se están haciendo mayores de verdad. De que ya vuelan. Como pajaritos con las alas fuertes. Un poco más lejos de ti.
Como aquello que decía Serrat, «nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día te digan adiós…»
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Hace poco leí el discurso que pronunció Marina Keegan, una joven de 22 años, el día de su graduación en la universidad de Yale.
Dice: «Cuando llegamos a Yale reinaba el sentimiento de que todo era posible, había una energía inmensa e indefinible; y es fácil creer que dicha energía se ha malgastado. Nunca habíamos tenido que escoger, y de pronto tuvimos que hacerlo. «
La universidad pronto se convierte en una travesía. Es difícil saber si aciertas o te equivocas en tu rumbo cuando la costa desaparece de la vista…
«La mayoría de nosotros, sin embargo, naufragamos en un mar de humanidades. No estamos muy seguros del camino en el que nos encontramos, ni si deberíamos haberlo tomado. Ojalá hubiese tirado por la biología… Ojalá hubiese cogido asignaturas de periodismo en primero… Ojalá hubiese cursado esto o aquello…
Pero debemos tener presente que todavía podemos hacer lo que nos dé la gana. Podemos cambiar de parecer. Podemos empezar de cero. Hacer un posgrado, o probar a escribir por primera vez. La idea de que ya es demasiado tarde para hacer cualquier cosa, la que sea, resulta cómica. Qué disparate. Nos estamos graduando. Somos tan jóvenes… No podemos, no debemos perder la ilusión de que todo es posible porque, en el fondo, es lo único que tenemos.»
Lo único que tenemos. La seguridad de que siempre se puede modificar el rumbo, eso es lo que ella siente, y es un auténtico tesoro.
La seguridad de que el destino no está escrito, no es un molde que alguien está llenando de cal desde algún lugar misterioso y que comenzará a fraguar de un momento a otro.
¿Cuándo se pierde esa confianza en la permeabilidad de la vida, en la flexibilidad eterna del destino?
Quizá el día que empezamos a sentirnos viejos.
Quizá ésa es la mejor manera de definir el final de la juventud.
Nosotros, los que ya no somos jóvenes, hemos de pelear por conservar ese atributo maravilloso, pero para ellos, es el distintivo más leal de su edad. Es lo que les corresponde por derecho.
«Un viernes de pleno invierno, en primero, me quedé a cuadros cuando unos amigos me llamaron para que me juntara con ellos en el “Est Est Est”. A cuadros aún, puse rumbo al SSS**, posiblemente el rincón más remoto del campus. Por extraño que parezca, hasta que no me encontraba ya en la puerta del edificio no me planteé cómo era que mis amigos estaban de fiesta en las dependencias administrativas de Yale. Naturalmente, no estaban allí. Pero hacía mucho frío, y, por lo que sea, mi carné funcionó, así que me metí en el SSS para llamarlos. Todo estaba en silencio, la madera antigua crujía y la nieve apenas se distinguía tras las vidrieras. Me senté. Y alcé la vista. Contemplé la sala gigantesca en la que me encontraba. Ese lugar donde miles de personas habían estado antes que yo. Y allí sola, en mitad de la noche, en plena ventisca de New Haven, me sentí extraordinaria e increíblemente a salvo.»
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Yo recuerdo un momento así, unos días antes de abandonar mi colegio para siempre, sentada sola una tarde de verano en el patio central, entre las paredes pintadas de amarillo, los azulejos de color mantequilla que llegaban hasta la altura de las cabezas de los niños pequeños, orlados por una doble franja negra, las cuatro pequeñas fuentes de granito rosado donde me he agachado a beber tantas veces, mojándome el babi verde, y la gran galería porticada alrededor. (Esa elocuente pared que se ve en la foto de mi hijo).
Es verano, los exámenes han terminado, el colegio está vacío, sólo quedan algunos profesores en sus salas de trabajo; estoy bajo un techo de silencio, sólo se oyen trinos de pájaros.
Ningún niño alborotando, ninguna algarabía de patio de recreo.
La tarde de verano decae con suavidad. Hay un cielo glorioso lila y malva. Las paredes de color limón parecen encenderse como bajo el reflejo de una llama, y la luz clara se expande hasta colmarlo todo, como si el lugar hubiera absorbido una cierta sacralidad, algo muy hermoso que sólo pudiera emerger en momentos como éste, cuando sus únicos huéspedes son el vacío y el silencio.
En los pocos minutos que paso sentada en el el murito que hace de barandilla del claustro, recibo, como un regalo, como si estuviera participando en un rito, esa clarísima sensación: no sé qué va a pasar ahora, cómo me sentiré mañana, lejos de estos muros que se han hecho, a través de los años, tan familiares como los de mi casa.
No sé si tomaré las decisiones correctas con mis estudios, si me equivocaré, si sabré elegir un buen camino, pero sé sin ninguna duda que cualquier cosa, cualquier cosa que yo desee, es posible para mí. Que el mundo entero me espera ahí delante, y que cuando dé el último paso que me llevará fuera de esta casa, daré el primero que me llevará a zambullirme dentro de él.
Ahora, cuando mis propios hijos toman sus decisiones y sus no-decisiones en sus estudios, y yo me angustio pensando que no están centrados, que no se comprometen lo bastante, que no aprovechan lo que tienen, me recuerdo a mí misma que la vida no es una carrera hacia la presidencia ejecutiva de una multinacional.
La vida es un proceso de autodescubrimiento.
Todos los días nos engañan con todo tipo de falacias, incluida la de la multinacional, y nosotros, que estamos tan rodeados de mentiras, de ruido, de confusión, de valores falseados, de olvido, nos lo creemos.
Aunque si tuviéramos que repetirlo en voz alta dudaríamos, en voz baja nos lo creemos a pies juntillas.
En los momentos de angustia siempre pensamos que el fin de la vida es el éxito, nunca aquel antiguo y sagrado «conócete a ti mismo».
«Tenéis que encontrar lo que amáis. Y eso es tan válido para el trabajo como para el amor. El trabajo llenará gran parte de vuestras vidas y la única manera de sentirse realmente satisfecho es hacer aquello que creéis que es un gran trabajo. Y la única forma de hacer un gran trabajo es amar lo que se hace. Si todavía no lo habéis encontrado, seguid buscando. No os detengáis. Al igual que con los asuntos del corazón, sabréis cuándo lo habéis encontrado. Y al igual que cualquier relación importante, mejora con el paso de los años. Así que seguid buscando. Y no os paréis.»
Marina Keegan, Steve Jobs, dos discursos escritos en sendos momentos trascendentes de sus vidas. Marina estaba a punto de salir al mundo adulto, Steve estaba en la cima de su carrera pero acababa de superar un cáncer de páncreas.
Los dos vieron frustrada su visión: Marina murió cinco días después de graduarse, Steve murió de las recidivas de aquel cáncer en 2011, unos años después. Su visión, sin embargo, se ha hecho más poderosa tras su ausencia. Su ausencia se ha convertido en un fuego que azuza el radical poder vital y transformador de su visión.
Los dos me recuerdan de nuevo que no hemos de dejarnos engañar ni confundir ni convencer.
Ponen claridad en mi corazón igual que una mano limpia una ventana cubierta de vaho y deja al descubierto el paisaje real.
«Pero debemos tener presente que todavía podemos hacer lo que nos dé la gana. Podemos cambiar de parecer. Podemos empezar de cero…»
Todo es posible aún para estos chicos que se gradúan en este junio, como para mí lo era aquel día sentada en el patio del colegio.
Y para mí también lo sería hasta hoy mismo, si lo creyera de verdad.
Deben comprometerse, es cierto. Pero su meta en la vida no es el éxito, sino el descubrimiento.
Y la felicidad.
Y yo debería parecerme más a mí misma, y no tener tantos ataques de amnesia, cuando pienso en ellos y me rondan todas las inquietudes del futuro que les espera, un futuro cada día más cercano en el que yo apenas podré protegerles de nada.
Y por el contrario, debería atesorar una tranquila confianza, y seguir deseándoles aquello con lo que se despedía Steve en su discurso.
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«Seguid hambrientos. Seguid alocados.»
*Julio Villar. ¡Eh, Petrel!. Cuaderno de un navegante solitario. Editorial Juventud, 1989.
Joan Manuel Serrat. Esos locos bajitos.
Marina Keegan. Lo contrario de la soledad. Discurso de graduación en la Universidad de Yale en mayo del 2012.
*** El edificio Sheffield-Sterling-Strathcona de Yale alberga las oficinas de decanato y una inmensa aula de grados. El “Est Est Est” es, en cambio, una pizzería de New Haven, que en inglés suena como SSS (nota de la traductora del artículo citado de El País.)
Por qué deberíamos leer a Marina Keegan.
Steve Jobs. Encontrad lo que amáis. Discurso en la ceremonia de graduación de la Universidad de Standford el 12 de junio de 2005.
Marina Keegan murió cinco días después de su graduación en un accidente de coche. Iba con su novio hacia la casa de sus padres para una celebración, su novio se durmió el volante. Él salió ileso, ella murió en el acto. «Los padres de Marina le invitaron a casa al día siguiente y le recibieron con los brazos abiertos. Escribieron a la policía del estado para no interpusieran una denuncia contra él por homicidio involuntario porque ‘[a Marina] le destrozaría que su novio tuviera que sufrir más de lo que ya estaba sufriendo’. Cuando fue a juicio, los Keegan le acompañaron. Retiraron los cargos». Esto lo cuenta Anne Fadiman, su mentora en Yale, en la introducción al libro póstumo que recoge una selección de sus escritos. Lleva por título Lo contrario a la soledad, el título que ella eligió para su discurso de graduación.
En España el libro ha sido editado por Alpha Decay. Gracias, Rafa S., por descubrírmelo.