¿y tú, qué tienes?
Una tarde de éstas, en un momento de bajón de esos que te dan de puro agotamiento, estaba hablando con un amigo y él me preguntó: ¿y tú, qué tienes?
Ya sé que dicho así suena raro. En realidad me estaba preguntando qué tenía yo que oponer como defensa a todo eso que le estaba contando que estaba pasando, eso que era difícil y muy demandante y que no se iba a acabar de un día para otro.
Y me contó qué es lo que él tenía.
Yo sonreí y me sorprendí a la vez, porque eso que a él le sostenía no era ni mucho menos lo que yo hubiera podido imaginar. (Y eso es porque aún nos conocemos poco).
Y mientras intentaba contestarle, me daba cuenta de que eso es probablemente lo que más falta me hace tener ahora.
Y quizá porque esa cuerdecita se me ha escapado de las manos, la energía se me va por el desagüe tan deprisa.
Esa cosa que te provoca una pasión simple, fresca y efervescente, que te distrae de todo lo demás y que te devuelve el cosquilleo del gusto de estar vivo.
Eso que se parece tanto a la emoción del amor naciente*.
O del deseo naciente.
El sitio de mi recreo.*
Hace ya tiempo leí unos versos de Thomas Transtömmer. Los descubrí porque que había ganado el Nobel ese año, el 2011.
Durante aquellos meses tristes, mi vida sólo centelleó cuando hice el amor contigo.
Como la luciérnaga se enciende y se apaga, se enciende y se apaga -a duras penas consigue uno seguir su camino
en la noche oscura del olivar.
En esos meses tristes tenía el alma desesperada y sin vida
pero el cuerpo caminó directo hacia ti.
El cielo de la noche rugía.
Sigilosamente ordeñábamos cosmos, y sobrevivimos.*
Se me quedaron grabados.
A veces pienso que para mí ésa es también una de las cuerdecitas que vuelan mientras yo las sujeto entre las manos: el cuerpo.
Los días en que estoy más cansada o en que me cuesta más levantarme, me veo a mí misma tocar las cosas.
Las cosas normales, cotidianas.
Tocar la cuerda de la persiana al levantarla, la mesa al dejar algo sobre ella, el respaldo de la silla al moverla, tocar el pan del bocadillo del almuerzo o el tapón de la botella de agua.
Tocar las cosas como si tuvieran una piel receptiva.
Aunque en realidad es al contrario, soy yo la que tengo una piel receptiva, y esa energía amable de las cosas, esa que dicen que no existe, igual que dicen que los gatos no sueñan, es la que toco y absorbo, como quien toma vitaminas.
El cuerpo es una bandera que puede levantarse contra la tristeza («defender la alegría como una bandera…»*), una bandera poderosa, y quizá su poder reside en que nos recuerda que cuando sufrimos, cuando sufrimos emocional y mentalmente, también, y sobre todo, somos cuerpo, y el cuerpo no es tropa, el cuerpo es como el marinero que lleva el timón. Puede gobernar un barco entero.
Cuando estoy muy triste, mi cuerpo empieza a trabajar como un amplificador.
Recoge las ondas de las sensaciones de mis pies desnudos sobre el colchón tibio, la nube de vapor caliente al abrir el lavavajillas sobre la cara, el olor del jabón en la ropa que llena la palangana de tender, la madera del suelo fresca y suave bajo los pies, las manos cerrándose sobre la almohada mullida, el agua caliente en el cuenco de las manos, la piel de R. en el cuenco de mis manos, el olor a leña en la terraza en las noches de frío. Esas ondas sensibles tejen un nido, como una madriguera caliente, segura y confortable.
Apaciguan el dolor, como un ibuprofeno para aquello que no se ve.
Y después, aún quedan las miradas, los roces de complicidad, los abrazos, todo ese mantra de calor vital. De todos esos que no son cosas.
Y después aún, aún después, falta eso que hay que tener.
Lo que tiene mi amigo.
Eso que quizá yo tengo que rescatar.
Eso que te mantiene vivo y feliz, eso que te mantiene a salvo de cuanto sea preciso.
El sitio de tu recreo, ése que es sólo tuyo y con el que puedes ligarte a corazón abierto.
Ese donde disfrutas como un niño.
Al final es lo de siempre.
El niño aparece en las formas más inesperadas, y te recuerda quién eres, y qué es lo mejor de la vida.
Y te explica por qué no has de permitir que el guión de tu peli lo escriban otros…
Francesco Alberoni. Enamoramiento y amor. Gedisa. 1988.
Antonio Vega, el sitio de mi recreo.
Thomas Transtömmer, «Apuntes de fuego»
Defensa de la alegría. Mario Benedetti.