un árbol de bolitas
Hoy estoy llenando un árbol con bolitas. Bolitas como burbujas de jabón, delicadas, resistentes, resplandecientes, preciosas.
La campanita rosa que estaba colgada de mi cuna y su nana.
El olor a musgo reciente del belén que ponía mi padre.
El olor a bosque del árbol de Navidad de casa, lleno de luces.
Aquella arquitectura de piezas de madera teñidas de colores.
Los muñequitos de siete colores que se podían aupar unos a otros.
La alfombra de pelo largo del comedor para jugar encima los sábados.
El olor a butano y a fósforo de la estufa al encenderse.
Desayunar de Parador a los siete años, aquellos zapatitos con grandes borlas rojas, la sabanita de la cuna de muñecas, con una orla de tela de angelitos, que Carmen cosió para mí.
Aquel collar de bolitas de plástico que brillaban como cristal.
Sacar tellinas de la arena.
Las olitas del mar sobre los pies de niña.
Mi primera caja de acuarelas.
El olor turquesa del aire en el chalet azul.
Meter en sus camitas a mis muñecas.
Mi padre pintando con su caja de ceras, sentado en un escabel.
Mis hermanitos jugando a los piratas en las literas.
El pelo de mi abuela, tibio y suave como seda, oliendo a Elnett, mientras se lo ahuecaba con los dedos y la aguamarina de su sortija lanzaba chispas azules.
Mi caja de 75 ceras Manley.
La cara de J a sus quince, con los ojos claros y craquelados como caleidoscopios y aquel pelo ondulado, una hermosura que cortaba el aliento.
La abuelita trayendo coquetes d’arrop y gaiatos del horno de su calle por San Blas.
La cadera maravillosa de P, cuando ella sólo tenía doce años, con aquel mini bikini que se tensaba sobre los dos huesos de la cadera como una cuerda de tender abriendo un hueco imaginario hacia su pubis que seguro que hoy recuerda más de uno.
Las portadas de mis discos de Simon & Garfukel, de Serrat, de la Bonet, de Llach.
Aquel ático lila de R.
Las manos de J, tan bonitas, y esa manera que tenía de atragantarse con las palabras cuando estaba feliz, como si tragara aire y no le cupiera todo de una vez.
Mis primeros mocasines de tacón para ir al cole. Mi primer sujetador.
Las cartas de K, que llegaban a mi casa por correo desde unas cuantas calles más allá y nunca llevaban menos de 5 folios dentro.
La manera que tenía A de sonreír con sus ojos.
Mi amiga pelirroja.
Convertirse en un cuerpo de mujer.
Aquel modo de oler a hombre de mi primer novio.
Las noches leyendo a Isak Dinesen, a Anaïs Nin y a Henry Miller en mi camita plegable de quinceañera con colchón de lana y con la lamparita de lectura que colocó mi padre.
Mi hijo en su cunita azul y blanca, recién nacido, oliendo a bebé, y concediéndome por primera vez esa palabra tan especial, «mamá».
Mi hija en mis brazos en el hospital, haciéndome sentir la madre más segura y más afortunada del mundo. Concediéndome por segunda vez esa palabra, ahora que yo ya había aprendido a escribirla con mi propia caligrafía.
Todas mis casas. Mis gatos.
Las relaciones que me han enseñado cómo soy, y qué podría llegar a ser. Tantos pasadizos, tantas adivinanzas, tanta luz, tantas largas tardes llenas de astros.
Mi compañero. Mi alianza. Nuestra cama. Piel. Aire. Música. Naturaleza. Rehacerlo todo. Un mundo completo rehecho por nosotros y para nosotros, pieza a pieza.
Todos esas bolitas ahí flotando, perfectas, bellas y asombrosas como planetas.
De todas mis relaciones contradictorias hay un momento luminoso que colgar en ese arbolito.
De todas las relaciones que se acabaron. De las relaciones que aún hoy son espinosas.
Y de mis relaciones felices, que son muchas más, hay tantos…
Yo, que siempre he llevado -y llevo- tan mal las contradicciones.
Yo, educada en la rigidez de que lealtad significa inmutabilidad, significa que no se puede reaccionar consecuentemente a lo que se recibe o a lo que se desea, porque eso significaría una especie de fracaso.
Yo, que sólo ahora, en la linde de mis 50, voy aprendiendo, con esfuerzo, que el cambio y el movimiento son la más genuina naturaleza de la vida, y que moverse, avanzar, dejar ir, volverse a enlazar, son la primera ley de la vida real, de la vida intensa.
Pero mejoramos con la edad, así que yo, esta noche, coloco todas esas burbujas perfectas en mi árbol, burbujas llenas de felicidad, de asombro, de amor sincero, de corazones en efervescencia, de arrobo, de poesía, de inocencia, de esperanza, de alegría.
Y pongo a salvo todo lo que importa de verdad de las contradicciones que vinieron después, cuando vinieron.
Lo coloco en un plano que no choca con el otro.
No es que no exista; simplemente los separo, dejo de enfrentarlos, dejo de hacer como si uno anulara al otro.
Como si todo lo que hemos vivido con cada una de las presencias de nuestra vida formara un caudal de burbujas, y al final, debiéramos elegir sólo las mejores para el árbol.
Y ese árbol es mi vida.
Todas esas burbujas de felicidad.
Sería tan bonito tener ahí delante a todas esas personas que hicieron eso junto a mí, esos momentos mágicos, esa cocina de la felicidad.
Para ponerles en las manos su burbuja, y mirarla juntos, y decir a la vez, sí, esto tan bueno es nuestro, lo hicimos nosotros, lo hicimos juntos. Y luego volver cada uno a su lugar. Con más brillo en los ojos.
Aunque no estén, en realidad hoy están igual.
Empezando este año nuevo conmigo.
Que va a ser un año muy especial.
Porque como saben todos los que fabrican compost, siempre llega un día en que la cosa va de milagro.
Y ese día está cerca.
Muchos de los que vais a leer esto hoy, tenéis vuestras burbujas en mi árbol.
Y quiero daros las gracias a todos.
El mundo es un lugar maravilloso, y lo sería igual aunque ya no estuviéramos ninguno de nosotros; pero como afortunadamente lo estamos, para mí lo es mucho más porque todos vosotros estáis dentro.
Queridos todos, queridos amigos, constructores de momentos felices, antiguos y recientes, lejanos y cercanos, a los que puedo poner cara y a los que no, a todos, a todas, de todo corazón,
¡MUY FELIZ AÑO NUEVO!
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