quiebros
Un día de mayo, del pasado mes de mayo, una mañana mi madre me llamó por teléfono.
Cuqui, me dijo -en la casa familiar me han llamado así desde que era pequeña-.
Cuqui, la mamá, ¿donde está?. Porque estaba aquí y ahora no la veo…
(Mi abuela llevaba muerta veinte años).
Esa mañana yo abrí la puerta a ese camino que nadie quiere andar.
Ese viaje hacia las fosas abisales que nadie querría hacer.
Inmediatamente, después del golpe del corazón, del latido atragantado en la garganta, de la respiración huída, antes de saber qué contestar, yo recordé aquellos meses de mayo de mi infancia, con la casa llena de centros de gladiolos rosados el día de su santo, terrinas de claveles orladas de papaver que olían a paraíso.
Ese mundo completo que entraba en fase de evanescencia.
Y sin embargo, mientras todo eso pasa y avanza, tengo una macetita de violetas africanas sobre la consola de mimbre del comedor, bajo la luz calmada de una ventana que da al norte. Una macetita que me regaló mi hermano.
Veo los racimos de cabecitas de sus flores crecer, erguirse, abrirse como abanicos a la luz, brillar como pequeñas, humildes y alegres gemas.
Tengo un mirlo que me despierta por las mañanas. Y siempre había pensado que los pajaritos no cantaban de noche. Pero este pajarito sí canta. Cuando aún es noche cerrada. Como un gallito.
Canta para señalar el amanecer. Y canta tan bien, un canto tan melodioso.
Y muchas mañanas, cuando no estoy demasiado rendida, me despierto entre sus píos.
Por las mañanas, cuando voy hacia el trabajo, algo antes de las ocho, una nube de estorninos cruza el cielo encendido de rosa del amanecer. Los privilegiados que vemos coincidir nuestro andar con su vuelo, nos paramos, sobre la acera, la cabeza levantada, la boca abierta.
Un rapto.
Un arrobo.
Belleza perfecta y arrebatadora que te hace volar a ti también.
Por la tarde, justo antes de que caiga el sol, los estorninos vuelven.
Descienden sobre la ciudad como aquellas plagas bíblicas, como un aliento invasivo y dulce, como un signo.
Se acomodan sobre las antenas de mi barrio, abarrotándolas.
Suben y bajan, como en una marea vertical hecha de un pulso aéreo, sobre el gran ficus de la calle Baja, que parece un mar verde y que se ve desde la terraza de mi casa.
Ascienden y descienden sobre él como una viva nube de carbonilla, una nube que pía y que evoluciona con la fluidez y la imprevisibilidad de las ondas líquidas.
Forman encajes hipnóticos que yo puedo absorber desde mi torre de observación, al pairo, en mi casa.
Y mientras los estorninos van y vienen, los naranjos han florecido, y la ciudad está inundada de azahar.
La vida, la vida irretenible, impetuosa, llena de burbujas y preñada de la seguridad del instinto, se despliega toda alrededor.
Unos cosas acaban y otras empiezan, cada día.
Y ésas que empiezan son las que se llevan el testigo de la vida.
Ese testigo maravilloso, porque la vida, estar vivos, tener tiempo por delante, es maravilloso.
Que la vida siga, es maravilloso.
Y eso es bueno, bueno, bueno.