pesos
Las leyes espirituales de la materia carnal son confusas.
Una esperaría que a medida que pasan los años, una sensación de solidez se instalara en el cuerpo.
Una agradable y reconfortante sensación de peso. De centro de gravedad. De anclaje eficiente y resolutivo.
Pero creo que la realidad desmiente día a día esta hermosa imaginación.
Nos hacemos mayores y nos sentimos cada vez más frágiles.
Entramos en el estado de cáscara de huevo.
El estado de cáscara de huevo es un estado de transición, y eso es quizá lo más importante que hay que decir acerca de él.
El estado que le sigue es el de pelusa voladora de diente de león: la evolución feliz desde la fragilidad hasta la ligereza.
Porque la fragilidad de la cáscara no tiene nada que ver con la ligereza. Al contrario.
Tiene que ver con la sensación de que eres un ser quebradizo, un ser en riesgo, un ser hecho de arena que el aire puede deconstruir y barrer de un solo soplo.
Y esa es una inquietud visceral que nos hace más rígidos, no más aéreos.
Sin embargo, si no nos malogramos, viene un momento en que ese temblor se transforma -y no mágicamente- en algo sin peso, algo que titila en el aire. Algo liberado y lleno del encanto de las cosas sutiles.
Una burbuja de jabón. Un espejo para el arco iris.
Y el reactivo de esa transformación es la conciencia, la certeza, del propio peso. Es una paradoja.
El peso se convierte en la posibilidad de ligereza.
Mi padre me ha contado muchas veces que cuando era pequeño, en tiempo de guerra, dormía bajo el peso de muchas mantas. Eran mantas pesadas y poco eficaces, de modo que no bastaban ni una ni dos en las casas gélidas del invierno de los años 30 y 40, y en su corazoncito infantil se instaló silenciosamente el sentimiento de que seguridad y calor significaban ineludiblemente peso.
Desde entonces han pasado 70 años, uno detrás de otro, en el castillo de naipes de la vida de mi padre, pero él sigue sin poder dormir tranquilamente si no tiene cierta sensación de peso encima.
Es una buena metáfora. Porque el peso es el secreto de esa época de la vida, la época de la cáscara de huevo.
Un peso-boya.
Sigue las leyes misteriosas y sencillas de las boyas.
Te ata a la tierra. Te ata a tu cuerpo. Te ata a ti mismo.
Te mantiene alejado de la falta de gravedad.
El otro día vi en Facebook una colección de fotos de Madonna que me llevó hasta otras colecciones de fotos.
Las fotos de mi padre convirtiendo mi infancia en leyenda íntima.
Las fotos de Colita de Serrat y de la Bonet, cuando eran casi chavales, cuando eran una palabra palpitante en el centro de la potencia de la juventud.
Todas esas colecciones de fotos que tienen que ver con convertir la infancia en una boya de tiempo.
Esperanza Labrador, Simba and friends, Edouard Boubat, Elena Shumilova.
Las fotografías en color de Jean Lartigue, fotos de mujeres felices, de instantes luminosos, que dejan entrever una domesticidad desafiante a cualquier rutina, un placer florecido y silvestre.
Y una cosa se ha enlazado naturalmente con la otra.
Las fotos como boya, como peso.
Como las mantas de mi padre.
El recuerdo como aquello que nos mantiene unidos a la tierra.
El recuerdo como esa cosa numinosa capaz de atrapar todo el magnífico peso de la belleza, el resplandor y el latido de la propia vida.
La medida verdadera de los años, de la pasión, del amor. Ésa que no se volverá frágil jamás.
La que no puede evaporar viento ninguno.
Rescato y atesoro mis fotos, y las de mis queridos, como quien rescata ese código cifrado que hace que todo se comprenda.