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Escrito por el Feb 24, 2018 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: amor, gozo, invierno, miedo

no tengas miedo

· no tengas miedo ·

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No.

El Universo nada menos está contigo. Y conmigo. Y no hay nadie más.

Ramón J. Sender, La mirada inmóvil

 

Hay años en los que un mes sí y otro también me encuentran rumiando alguna idea de largo recorrido.

Son lo que yo llamo ideas de colmatación: pedazos de conocimiento que obtienes como resultado de aprender y aprender otras cosas. A base de vivir, vaya.

Una especie de regalo que te encuentras entre las manos como fruto de tu madurez en otras cosas.

Cosas que precipitan en tu mente o en tu corazón porque la concentración de sabiduría y comprensión que va ganando la disolución de sustancias que es tu vida, aumenta hasta que esas ideas precipitan de forma natural, y te las encuentras en las manos como un regalo inesperado que toma la forma de descubrimiento, de iluminación súbita.

De las varias que rumio este año, hoy quiero escribir sobre el amor y el miedo.

A estas alturas de mi vida, en esta cordillera central y de respetable altura en la que estoy, creo que hay dos maneras esenciales de plantar los pies sobre el suelo y relacionarse con el mundo.

Desde el amor, o desde el miedo.

Cuál es el sentimiento que predomina, determina todo lo demás. Nuestras relaciones con nosotros mismos y con los otros, con el significado de la vida y también nuestro estado de ánimo frente al futuro.

Es algo que cada vez veo y siento más claro.

Ese es el binomio esencial. Si lo formulo como una pregunta que puedo responder sobre cada persona que conozco, el tanto por cien de cada uno de los dos elementos que describe la fórmula con la que se compone su mezcla, es lo que mejor define el espíritu de la persona. No tanto su arquetipo, su vocación, su orientación emocional. Pero sí su espíritu: su manera de afianzarse en el mundo, de colocar sus pies sobre él.

Creo que esa disyuntiva a la que yo he llegado es la misma a la que se refería Einstein cuando decía que sólo hay una pregunta importante a la que responder en la vida, y es si el Universo es un lugar amable o un lugar hostil.

Es otra manera de decirlo, pero el resultado es el mismo.

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Para vivir desde el amor, es decir, desde el lugar opuesto al miedo, hay que sentir que el Universo es un lugar acogedor. Hay que sentir que uno no necesita estar reaccionando a una amenaza: no necesita persistir en defenderse, protegerse, conspirar, estar ojo avizor, atacar.

 

El miedo está escrito en nuestra historia evolutiva. Miedo a la oscuridad, al frío, al cielo, a las fieras, al hambre, a la enfermedad, a la muerte.

Miedo, entonces y ahora, en todas las épocas, es siempre miedo a perder,  a ser arrebatado. De la seguridad, el amor, la amistad, la lealtad,  el significado, la influencia, la juventud, el poder, la potencia, la salud. La vida.

El gozo como actitud vital durable no está escrito en nuestros genes. Conquistar ese territorio del gozo es lo que nos hace verdaderamente humanos, es el gran invento de la especie.

Quizá ese sentimiento de seguridad natural está reservado después de la niñez a aquellos pocos niños que disfrutan de amor abundante en su infancia: amor incondicional y limpio, amor sabio, instintivo  y colmatador.

Cada vez pienso más que estamos hablando de una minoría. La inmensa mayoría de las infancias no son así. Y el lugar que ocupamos en el mundo no nos viene de serie: lo aprendemos. Lo aprendemos de la forma en que nos trata aquel que nos recibe en este mundo. Nos lo enseña alguien.

Sólo unos pocos niños muy afortunados aprenden desde su primer día, de modo que nunca lo sienten como algo aprendido, que el universo es un lugar seguro y mágico que siempre conspirará de su mismo lado.

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Muy pocos niños llegan a la juventud con la sensación dorada de que el mundo es un lugar de abundancia en el que pueden confiar, donde pueden sentirse a salvo y donde podrán conquistar y disfrutar su propio territorio de expresión, creación y vitalidad.

Para todos los demás niños, que aprenden, en grado mayor o menor, lo contrario, lo que queda después, si tienen suerte y coraje, es un desaprendizaje.

Ese es, creo yo ahora, el verdadero proceso de la sabiduría: desaprender esa inseguridad, y reconvertirla en gozo.

Desaprender el miedo, y convertirlo en gozo.

Es el último trabajo de Hércules: el trabajo vital de la adultez.

Cosechar el fruto personal de la propia siembra, deshacerse del aprendizaje heredado, y bordar primorosamente en su lugar el que es fruto del propio trabajo vital, de la propia búsqueda.

Para llegar ahí quizá hay que desprenderse de muchos fardos, y quizá por eso sólo se puede vivir en ese lugar levísimo siendo mayor o siendo muy pequeño, cuando aún no te has cargado esos fardos encima.

Sólo una vasija vacía puede resonar cuando la tocas.

Sólo cuando, a base de trabajo interior y conocimiento, volvemos al lugar de vacío luminoso del que partimos siendo niños, antes de que la larga historia de cicatrices, atrofias, pérdidas, máscaras, guiones aprendidos y mentiras comenzara, volvemos a ser capaces de resonar ante la realidad con pureza, sin condicionamientos.

Sin cargarla con equipaje emocional que nos impide verla de cualquier otro modo que el que le impone el espejo de nuestra mente y nuestras emociones. De ver la realidad y entrar en contacto libre y genuino con ella.

 

 

Vivir desde el amor significa vivir cada cosa que uno emprende, relaciones, proyectos, encuentros, envueltos en una sensación de aventura y disfrute. Confianza, curiosidad empatía, conexión.

Ese gorjeo que emiten los niños muy pequeños cuando descubren una cosa nueva.

Esa es la imagen perfecta de esa sensación de confianza: ese gorjeo de puro placer, regocijo, arrobo, fascinación.

Zambullirse en la experiencia como en una piscina deliciosa (en la seguridad de que uno sabe nadar muy bien).

Aprensión e inquietud versus placer y apasionamiento. Peso versus ligereza.

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Miedo es sujeción, contracción sufrimiento, anticipar la desgracia. Vivir bajo un cielo de tormenta.

Gozo es un abanico que se despliega. La cola de un pavo real que se despliega. Toda esa maravilla hipnótica sucede esfuerzo alguno. Todo estaba ya dentro de su propia naturaleza.

Es vivir al sol. Ronroneando. Deslizándonos. Jugueteando.

Es algo que podemos apreciar y entender sin palabras cuando lo vemos en un niño.

Y cuando lo vemos en un joven o un adulto, nos fascina, nos seduce al instante y nos hace sonreír de felicidad. Felicidad que sentimos al ver la “respuesta” hecha carne.

Para mí ahora el camino es éste, el trabajo vital es éste: reaprender a vivir desde el amor, darme a mí misma la oportunidad de volver a una nueva niñez en la que, ahora sí, mi cuerpo pueda aprender, pueda absorber esa confianza: la de que la vida es un milagro, que el cielo está de mi parte, que nuestro destino no es ser pistoleros sino amantes, y que el Universo es sin duda el más maravilloso lugar para vivir.

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 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: tarta de peras de invierno.

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