la primera tormenta
Un pequeño pueblo de Teruel. Casas con tejados de tejas antiguas a dos aguas, paredes de piedra, calles en un vaivén de inclinaciones. El cielo se oscurece por momentos, la textura del aire cambia, se espesa, se llena de oxígeno, comenzamos a oír truenos secos que retumban largamente en la lejanía.
Las colinas azulean. La luz eléctrica salta. Comienzan a desgajarse de las nubes las primeras gotas de lluvia, gruesas como canicas de cristal, que rebotan en las aceras como sapitos blancos, mezcladas con copos de granizo.
El olor casi cereal de la lluvia se levanta desde el suelo recalentado y lo ocupa todo, como una capa de humo fragante dispersándose. Arrecia.
Las escorrentías corren vivas por los callejones empinados. Hay tres dedos de agua alfombrando las calles, el pueblo se vacía, se encienden las luces de las velas en las casas, hay caras en las ventanas mirando la lluvia con arrobo.
Las tejas de color caldero desaguan gruesos cordones de lluvia en cenefas benéficas. Nubes de agua vaporizada remontan la cortina de lluvia espesa como gasas volando sobre el viento.
Llevo varios días poniendo la oreja a todas las conversaciones de los lugareños sobre la sequía, que este año les tiene acongojados, y estoy segura de que un suspiro de alivio hecho de casi cien bocas está levántandose desde el cimiento de este pueblo hacia las cimas de las colinas. Hasta yo, que soy forastera, puedo oírlo.
Para quien vive en intimidad con la tierra, la buena lluvia siempre es un augurio de felicidad, y suena como una bendición.
Los últimos truenos resuenan en el aire, que se ha abierto como un fruto tronchado y deja que sus perfumes se desborden: huele a frío, a piedra mojada, a cal, a tierra empapándose, a polvo mineral, a hierbas montunas. Es un olor que ensancha los pulmones y hace cerrar los ojos con la avaricia de retenerlo.
El cielo está plomizo, plumoso y mullido como el resguardo de un ala de ave, flecos de lluvia se descuelgan azules en la lejanía; dentro de la casa, ahuecada por la humedad, hilos de ozono traman una urdimbre olorosa sobre la que se puede andar.
Muchos momentos trascendentes de mi vida han estado presididos por esa buena lluvia. A menudo la lluvia nos parece una visitante inoportuna; con el tiempo, yo he ido de cambiando de opinión sobre eso. Cuando me casé hace ocho años, un Jueves de Pascua, llovía a cántaros. Otros momentos en los que decidí cambios radicales para mi vida también estuvieron rodeados de tormentas, que parecían reflejar en imágenes palpables la tormenta de energía que se desplegaba dentro de mí.
Creo que darme cuenta de eso me hizo entrar en una especia de connivencia con las tormentas, sobre todo con las estentóreas, las que braman como los animales de la selva y te enseñan los dientes en forma de relámpagos rosados que te dejan sin respiración unos segundos. Me impresionan, pero también me excitan. Me gusta que vengan, me gusta saludarlas, como con un saludo de respeto (si bien prefiero no estar sola cuando llegan, eso es verdad).
Septiembre es un mes que tiene intimidad con las tormentas, un mes muy importante en el calendario agrícola, que a menudo quita el sueño a los campesinos y que desde antiguo ha alentado un buen montón de refranes que revelan la preocupación y el interés con los que quienes tienen sus ojos puestos en la tierra miran al cielo durante esos días de cambio equinocial. A fin de septiembre llega San Miguel, un santo -pese a ser Arcángel- casi campesino. Así, para San Miguel, todo el que vive cercano a la tierra se pasa el día escrutando el cielo y tira a acogerse a lo escrito:
La otoñada verdadera, por San Miguel la primera.
Por San Miguel, los higos son miel.
Septiembre es bueno, si del primero al treinta pasa sereno.
Del mes que entra con abad y sale con fraile, Dios nos guarde.*
Septiembre seca las fuentes o se lleva los puentes.
En septiembre el vendimiador corta los racimos de dos en dos.
Septiembre muy mojado, mucho mosto pero aguado.
Septiembre es frutero, alegre y festero.
Por San Miguel, primero la nuez, la castaña después.
Porque para San Miguel el campo está en sazón y las fiestas de la cosecha se suceden aquí y allá: la vendimia, la recogida de la miel, la cosecha de las manzanas, los últimos melones, melocotones, higos y ciruelas… Si el tiempo ha sido benigno, son días felices y cumplidos en el campo.
San Miguel acaba de pasar, hemos disfrutado ya del dulce “veranillo de los Arcángeles” y ahora llueve a borbotones, así que pensemos que todas las señales son benéficas, y celebrémoslo con un postre antiguo, sencillo y delicioso, preparado con los frutos de la cosecha nueva: torrijas.
El día 1 de septiembre el calendario católico celebra la fiesta de San Gil (abad) y el 30 de septiembre se celebra San Jerónimo (fraile).