flower power
Debíamos tener 13 años.
Era aún antes de los primeros novios y todo aquello.
No es día de colegio, y hace sol.
Vuelvo a casa de mis padres desde no recuerdo dónde, y cuando cruzo el semáforo que me deja en la acera de casa veo a una amiga de clase sentada en el murete de un bajo comercial, mirando absorta a una cabina telefónica que tiene delante.
Vuelvo la cabeza hacia la cabina, y veo a un hombre forrando con vinilos de publicidad los cuarterones de sus pequeñas paredes de cristal.
Seguramente, en ese momento las neuronas me patinan un poco, y lanzo furtivas miradas cabina-amiga, amiga-cabina unos pares de veces mientras me acerco a ella andando más despacito de lo normal.
Pero todo llega, así que sobrepaso la cabina y alcanzo el rincón donde está ella, sentada en el bordillo de la acera de mi casa mirando al tipo con la misma absoluta concentración.
La chica se llama Paz (ahora me doy cuenta de que recuerdo hasta su apellido), lleva un gran bolso vaquero con una flor de cuero, tiene el pelo pajizo y corto y los ojos de color avellana, y un pequeño hueco entre sus dientes delanteros, estilo Madonna.
Tiene una piel pálida que se sonrosa con facilidad, y es, hasta donde recuerdo, callada, independiente y opaca: tiene ese algo escurridizo de definir que la hace diferente a todas nosotras.
No parece necesitar ninguna camarilla ni buscar ninguna clase de aprobación, y eso ya de por sí la convierte en una adolescente que llama la atención entre nosotras.
Algo me va por la cabeza sobre que sus padres tampoco eran muy convencionales. Entonces yo era incapaz de entenderlo, pero ahora me doy cuenta de que la flor del bolso era una casualidad llena de elocuencia: el Flower Power estaba hecho a su medida.
Total, que ahí estoy, a su lado, de pie en la acera mientras ella está sentada en el bordillo, mirándola con cara de pava. Y me puede, mira, me puede el gusanillo. Así que voy y, aún no sé si con inocencia genuina o con sincera perplejidad, le pregunto: ¿qué haces?
Se me queda mirando y en sus ojos no hay, mientras responde, la más pequeña fibra de suficiencia, burla o cinismo. Me dice, con candorosa tranquilidad: estoy viendo cómo ponen esos carteles…
Yo, que en aquella época era cualquier cosa menos literal, me quedo de una pieza.
¿Qué coño de interés podía tener para alguien un poco inteligente ver pegar un cartel en una pared? pues chica, cartel, pared y pegamento, listo, una cosa prosaica donde las haya, como sabe cualquier persona medianamente cabal que pilles a la mano…
Así que sonrío haciendo como que la entiendo como si fuéramos almas gemelas, me despido y me meto en el portal de mi casa.
Hace mil años que no sé nada de Paz. Tengo la impresión de que debió dejar el colegio antes que yo. Aquel colegio le quedaba, sin duda, muy estrecho.
Obviamente, aquella sonrisa de hacer como que entendía lo que ella miraba alojó una cierta comezón en mí, porque si no no seguiría recordando a Paz casi cuarenta años después.
A veces pienso si la pequeña convulsión sísmica que debió significar para mí ese encuentro casual y su recuerdo reverberando a lo largo de los años, estaba relacionada con la admiración que yo sentía por ella y con el misterio que significaba el silencio en que mantenía su interior.
Quizá esas dos cosas, que en sí mismas son como preguntas poderosas que nos hacen desear comprender mejor, potenciaron la sensación de incongruencia, de «aquí falta una pieza» que me producía aquel recuerdo.
O simplemente quizá yo estaba destinada a encontrar una puerta que me diera entrada al país de «lo pequeño es hermoso», y Paz fue la primera.
O quizá ambas cosas a la vez.
En todo caso, también a veces pienso que si la volviera a ver ahora, la miraría a esos preciosos ojos rasgados, ensoñadores que tenía, y le preguntaría: ¿aquella tarde, ya lo habías entendido todo, o sólo era una premonición?
Quién sabe si después de aquellos días cambió completamente y se acercó a nuevas ambiciones; quién sabe si se convertiría después en una ejecutiva brillante y estresada. Quién sabe si pasaron los meses y se olvidó para siempre del Flower Power y sus locuras poéticas.
A mí, claro, me gustaría más que la historia acabara como empezó. Que la primera baldosa amarilla la llevara hasta la siguiente. Que conquistara Oz y se quedara a vivir allí. Que se haya hecho cada vez más luminosa.
Ahora que las mujeres de nuestra edad entramos en el ciclo de la hechicera blanca -ese ciclo de recoger en una marmita cuanto hemos aprendido y ponerlo a cocer siguiendo una pócima personalísima y secreta- sería un lujo poder leer la receta de la suya…
Y siguiendo este hilo de caldero burbujeante, hoy haremos una pócima de otra clase: una crema sencillísima, sabrosa y perfecta para los días fríos y soleados del invierno.