el sexto sentido
· una disciplina de la felicidad ·
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Un día estaba yo muy triste y él, con su habitual encanto, lo detectó y me preguntó: ‘¿Qué te ocurre, querida Martine?’. Yo le dije que simplemente no era un buen día y él, sentado a mi lado, compartió su secreto. Me explicó que le había llevado mucho tiempo aprender a ser feliz, pero que había sido disciplinado con la felicidad como no lo había sido con nada. Ese esfuerzo, me dijo, era algo que merecía la pena poner en valor y nunca, ni en los peores días, descuidarlo”.
Martine D’Astier sobre Lartigue, en El tesoro de Jean Henry Lartigue.
Cuando ví las primeras fotografías en color de Lartigue, me conmocioné.
Su manera de percibir el color, la luz, las estaciones. La sensualidad y la belleza. La majestuosa y cotidiana y fascinante materialidad de nuestra vida.
Me llevó una fracción de segundo darme cuenta de que había en él un instinto natural para reconocer y capturar esa manera cautivadora que tiene el mundo de resplandecer de vez en cuando. Un instinto que, bajo otra forma, yo reconozco también dentro de mí.
Siempre he sido sensible a la felicidad, a la sensación de felicidad. A la conciencia instantánea y elocuente de estar siendo feliz. Y siempre he querido ser capaz de guardar esos pedacitos dentro de alguna clase de resina mágica.
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Aún es un poco pronto, pero estamos inmersos en días de primavera anticipada. Por mucho que sepamos que este sol dorado y el ambiente brillante en estas fechas no augura nada bueno para el planeta, aquí todos caemos bajo el hechizo del airecito tibio, sonreímos más de lo normal y andamos con los pies flotando a unos centímetros del suelo.
Es la sobremesa y el tiempo está cambiando sin previo aviso.
Cadenas de nubes entran en el cielo y quiebran la promesa dorada que el sol espolvorea sobre las cosas.
El día se apaga de repente como una linterna que se agota.
Y en ese momento en que la luz azul radiante se disuelve en el agua gris del día sin sol, todo se vuelve aún más confortable.
Me acurruco en el sofá, sabiendo que el sol volverá pronto, disfrutando intensamente del sabor roto de las nubes.
En esos cinco minutos que me ponen delante cómo era hace unos días el invierno, el poder generatriz del contraste me provoca el intenso placer de sentir ambas cosas a la vez.
El gozo de algo cuando eres consciente de que lo tienes y a la vez puedes «ver» cómo es tu vida cuando no lo tienes.
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En esa conjunción extraordinaria que sólo se da en raras ocasiones (también en el curso de las relaciones llegamos a veces a un momento de lucidez en que podemos ver lo que tenemos y somos y cómo sería no serlo ni tenerlo), reside una de las clases de momentos felices más peculiares, exultantes y poderosas de la tierra.
Estoy tumbada en el sofá, tapada con una mantita peluda, medio dormida. La cortina de la terraza está abierta y la luz cae directamente sobre mí como una brazada de flores.
Los dos gatos dormitan acurrucados entre mis piernas. Noël abre la puerta para marcharse a sus clases de la tarde, vestida con un abrigo largo de lana gris pizarra. Ya es una mujer. Adoro verla entrar y salir de casa, cargada con sus trastos de chica que siempre tiene la cabeza llena de cosas.
Ayer leía una cita que decía algo así como que los niños piensan que la felicidad es una cosa que tienen los adultos y los adultos piensan que es una cosa que tienen los niños.
Y esta tarde de clima excitante, al hilo de esa cita, me ha traído un recuerdo muy antiguo.
La sobremesa de una tarde de invierno con premonición de primavera, una tarde de cole como casi todas.
Yo no tenía ningunas ganas de volver al cole a aquella cosa del toque de campanas y la fila de las 3,30. Por los ventanales del comedor de casa entraban los rompientes de luz de un cielo que exhalaba sobre nosotros una mezcla de destellos de sol y vaharadas de invierno.
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En la tele sonaba un tema de apertura que contaba con toda mi afectuosa atención: las puertas batientes del superagente 86, abriéndose y cerrándose decididamente a su paso.
La percusión jocosa de la sintonía se encalmaba en el comedor, apaciguado después de la comida, iluminado por los breves fogonazos del sol.
Permanecer en aquel comedor-útero donde mi madre reinaba era entonces una imagen de la felicidad.
Poder quedarse en esa habitacion -protegida y llena de la diversión de Maxwell Smart- de donde me expulsaba la llamada a meterme en el apretado corsé del cole, era una imagen de la felicidad.
Y ahora estoy aquí bajo aquel mismo cielo, en el sofá, disfrutando de otra versión de mi rato de Maxwell Smart, 40 años después, y soy yo la que reino, en una casa donde hace muchos años que no hay vasallos.
Y ésta es una imagen de la felicidad.
Y eso me hace pensar que esa felicidad que los adultos piensan que tienen los niños, súbditos obligados del reino de los adultos, no es más que un defecto de foco, una sentimentalización. Porque qué poco margen de maniobra tiene un niño cuando esa posibilidad de la felicidad se le tuerce.
Si sois padres de niños pequeños ( o ya no tan pequeños), dedicad unos minutos a visualizar esta imagen: vuestros hijos, ya adultos, recordando un momento de felicidad que sucedía bajo el halo dorado de vuestra varita mágica, sabiendo ahora que aquella era una imagen de la felicidad.
¿No es algo extraordinario tener tal clase de poder sobre la felicidad de otros?
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Solemos ver la vida de los hijos que vamos educando más como una construcción estratégica que como un puzzle de pequeños momentos felices.
Yo sin embargo os invito a que hagáis menos management y más trucos de magia: al menos una parte del tiempo, convertiros en inolvidables Magos Blancos, adorables Hadas Azules. Si os afanáis un poco, tenéis el cielo asegurado. (Oye, que hay un cielo especial para Magos Blancos y Hadas Azules que hacen felices a los niños pequeños! ¿No lo sabíais?)
Muy feliz semana.
Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: berenjenas braseadas.