el primer día de otoño
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Hay un día, un día que llega siempre unos días antes del equinoccio, en que una sabe que el otoño ha llegado.
A menudo pienso que siempre es un día de viento noroeste, el viento de la vida sensual, de la vida envuelta en un aura de promesa.
Si no madrugas ya no lo percibirás hasta el atardecer, porque a mediodía el sol se impondrá sobre él y barrerá las delicadas señales, como una ola avanza sobre otra y la sobrepasa.
Pero si madrugas, nada más poner el pie en el suelo lo sabrás.
Sabrás que hoy es el día, que el otoño está aquí.
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Hace fresco, y un jersey acompaña bien al camisón.
La luz es tersa y vibrante, oro amarillo, limón ácido y rosa clara, brilla como un paño de satén al sol.
El cielo azul turquesa se ha vuelto profundo, más hondo, más ancho. Enriquecido. Radiante, inmóvil, majestuoso.
Chorrea fibras de luz, como serpentinas festivas que iluminaran una habitación blanca.
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Las hojas filosas de las palmeras cimbrean bajo la brisa sostenida, fresca y excitante como un beso; llueven hilos de sol desde sus hojas.
La luz centellea sobre los verdes pliegues desflecados como polvo de cristal.
El sol ha recuperado la delicadeza que julio convirtió en blanca incandescencia, redonda corteza de naranja, y ahora vuelve a ser perla, nácar, borla de pluma, espuma irisada sobre las cosas.
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En la quietud de los dormidos, la ciudad respira como un animal recién nacido, inocente y espléndida.
Dentro de esa quietud puede oírse el latido diminuto de la rueda del año solar, avanzando despacio hacia su próxima cita, cifrando la promesa de una nueva estación.
Tiempo disponible para abrigarse y mirar el cambio de praderas y bosques. Lo has visto tantas veces como años tienes, pero quién no se siente subyugado cuando la tierra cambia mágicamente de color… Tiempo para cocinar al calor, en el fuego lento de la confianza y el deseo, nuestros propios milagros.
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Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: tarta de limón.