RssFacebookPinterestBlogLovin'
Menú de categorías

Escrito por el Oct 16, 2018 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: banalidad, equilibrio, esencial, huida hacia delante, lo más importante de la vida, perspectiva

el centro del altiplano

· mantenerse en el centro del altiplano ·

.

.

Estoy en el centro de algo.
Escribo sentada en una terraza elevada sobre los tejados de un pueblo, rodeada de tejas, de vertientes entejadas, de antenas y de un largo círculo de montañas azules.
Estoy en el centro de ese círculo y me siento el centro de ese círculo.

Las golondrinas me rodean como dibujando cintas con su vuelo: con sus prr prr, chuic chuic, y sus penetrantes gritos largos y alegres, desafiantes, proclamadores de presencia y vitalidad.
.
.
.

.
.
Estoy sola, rodeada de silencio, el mundo humano calla a mi alrededor, solo los pájaros pían deslizándose sobre el cielo.

Me siento reina aquí.

Los ajetreos y las rutinas de la vida doméstica están muy lejos, no hay correas que tironeen de mí hacia la tierra, puedo volar como las golondrinas, ganar altura sin lastre y contemplar este paisaje desde la perspectiva de las nubes.

Y es verdad que aquí arriba todo se ve distinto.
Siempre he pensado que la iluminación, o la muerte, se debe parecer a esto.
Ganar altura para que el mundo a ras del cual has vivido pueda ser revelado desde arriba, y pueda ser comprendido como un diseño completo.
Comprender el diseño. Contemplar la forma completa.

.
.

.
.
La altura me regala un cambio de escala, y los cambios de escala son instrumentos reveladores para pasar nuestra vida por su filtro, para colocarla bajo la luz de un dibujo mayor.

Estos cambios de escala a menudo me devuelven con una intensidad drástica la ridiculez creciente de las cosas que nos mueven día a día en nuestras comunidades occidentales prósperas.
La contaminación de la televisión, del mundo del espectáculo y del entretenimiento, de la política, de la empresa.
Los nuevos agobios de la vida “virtual”.  Nuestras relaciones convencionales e infelices (si bien esto no lo hemos inventado en este siglo).
La falta creciente de honestidad, de sencillez, de sentido auténtico de vivir en comunidad y de dirección moral, que es la dirección más propia del hombre como persona.
Los valores que antes no siempre se respetaban pero nadie ponía en duda, ahora comienzan a desvanecerse bajo ese cierto halo sospechoso de cosa rancia.
Una tiene la sensación de que la estrella de aquel sheriff familiar que representaba el acuerdo de todos anda bastante corroída.

Creo que tengo la suerte de que estos cambios acelerados que se perciben, este amaneramiento de la sociedad –amaneramiento que siempre es síntoma de que algo ha perdido su vigor y de que su naturaleza está degenerando– me pilla con una edad que me permite que ya no me importe no sentirme parte de todo eso.

Puedo colocarme lejos de todas esas cosas y procurar conducir mi vida hacia territorios más verdes con calma, sin sentirme mal por ser tan “rara”, por quedarme fuera.

La verdad es que estoy fuera.
Quiero estar fuera.

Ése “no es mi negocio”.

A veces los jueves por la noche, cenando en casa de mi madre, vuelvo a ver un rato la tele, por lo general el telediario.
Y me da la sensación de que hace un siglo que dejé de pertenecer a esa vida, a la vida de la que están hablando ahí, a esas broncas, a tanta bobada, a toda esa violencia en las palabras, las expresiones, las actitudes. El desprecio, la falta de respeto. La pérdida de la convivencia pacífica, que exige tanta tolerancia y tanta sabiduría.
La toxicidad, el veneno, la bufonería, la escalada patética de la nueva “tendencia” creada hace cinco minutos.

Todo este circo de banalidad que estamos creando para evitar mirar hacia el vacío.

Sin embargo, pese a esa capa de mugre que crece sobre la vista general, por debajo y en la distancia corta, también percibo brotes verdes.
Nuestras comunidades también están llenas de pequeños brotes verdes.
Me gusta pensar que ése sí es mi negocio. Pertenecer a ellos es mi negocio.
.
.
.

.
.

Y la verdad es que me siento afortunada.
No está tan mal ser friki a veces.

Así que en este tiempo, con cada amanecer salgo a mi terraza a colocarme bajo las estrellas, bajo la cascada de luz aún invisible que va a derramarse desde el cielo recién abierto, rodeada del silencio primigenio de la mañana.

Antes de que los egos se despierten, antes de que las turbulencias y los remolinos del día social comiencen a formarse, y en esa quietud absoluta regreso al centro, a ese lugar imaginario e inmóvil donde está el centro de todo.

Vuelvo a él con la imaginación, y desde allí diviso todo el panorama a mi alrededor.

Y en la balanza inmediata que ejerce la influencia de esa visión, dejo que las cosas caigan por su peso.

Es algo que se parece a poner orden en una casa cada noche, cuando los niños ya duermen apaciblemente y todas las fuerzas entrópicas se han retirado a sus territorios de descanso. Volver la casa a su ser exacto, para dejar que al día siguiente vuelva a desorganizarse bajo la energía de crecimiento de lo que sucederá en ella.

Así cada noche.
Así la casa se contagia de cuanto nuevo sucede dentro de ella, pero mantiene intacta su naturaleza en el tiempo gracias a ese ritual de limpieza nocturna.

Pues es algo así.
.
.
.

.
.
.
Cada mañana, mi saludo al sol reordena todo el caos que la fricción y la entropía de las fuerzas de la vida crearon el día anterior sobre la estructura de mi cuerpo, mi corazón y mi cabeza.

Cada mañana abandono las órbitas exteriores en las que he estado girando, rápidas, lejanas, enrarecidas, menos significativas.

Corona pero no corazón.

Y vuelvo al centro, a la órbita que está pegada al único punto inmóvil.

Corazón y corona.

Esos cinco minutos de hacer vacío y de alargar las manos para tocar la luz de las estrellas, devuelven cada cosa a su estante, quitan el polvo, y devuelven a mi casa interior su naturaleza esencial.

Y así, con el corazón limpio y bien peinado tras haber pasado bajo la ducha del sol naciente y el cepillo del vuelo del pájaro en el altiplano, regreso cada día al territorio de los hombres.

Y, ligera, recordando lo que he contemplado desde el centro del altiplano, empiezo mi jornada.

.

Una postdata: hace muy pocos meses aún, el 7 de noviembre de 2020, murió Miguel Ángel Herranz, «hacedor de poemas» y padre de 4 niñitos que un montón de gente conocíamos a través de su cuenta de Instagram. Yo llevaba leyéndolo años y me parecía una persona extraordinaria y encantadora, de la que, sin conocerla en absoluto, me sentía muy cercana. Todos los que le apreciábamos pudimos darnos cuenta a través de lo que decía y de lo que callaba, de cómo empeoraba, y fue un fenómeno tan extraordinario como él poder sentir la angustia de quienes le seguíamos al darnos cuenta de que su situación se complicaba. Hoy por primera vez desde ese día, su mujer, en Instagram Mrs Lucia Be, ha colgado una story en su perfil hablando de él para agradecer todo el cariño que le ha llegado a través de la red. Quiero dejar aquí las palabras que ella nos comparte, escritas por él en su último verano, porque son un cierre inmejorable de lo que yo sentía al escribir esta entrada, y no quiero que se me olviden.

Hoy es 17 de enero de 2021, y @mrsluciabe cita a Miki, como le conocíamos en redes, con estas palabras:

“Ahora que veo la vida en su conjunto, un poco como si estuviera contemplándola por encima del planeta, quiero deciros que la apreciéis en lo que vale, con toda la fuerza de vuestro corazón, porque es un don precioso, inconmensurable y maravilloso, y bien que lo sabe Dios. Por favor no perdáis un segundo en nimiedades, tonterías, enfados o afanes materiales, que para nada merecen la pena”. Miki. Julio de 2020.

 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: mini tatin de escalonias.

Paisaje: Cretas y alrededores, Teruel. Comarca de Matarraña. Junio de 2018.

puedes compartir esta entrada en:Facebooktwitterpinterest

Escribir una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *