duralex y unos rabanitos
Es la una, la hora de salir del cole. La mañana se ha hecho larga, y la una significa escapar, correr, salir a los plátanos de la Gran Vía, con sus copas anchísimas, grandes manos abiertas que oscilan con un rumor de agua, como mareas verdes.
A días salir significa ir a casa, ver a Mari, que ya lo tiene todo limpio, tiene la mesa puesta y ha fabricado un olor irresistible a cosas buenas de comer; a veces hasta podemos ver en la tele un trocito de Superagente 86.
Algún día especial salir significa alguna otra cosa menos frecuente, que precisamente por eso cosquillea mis antenas y las mantiene despiertas y expectantes.
Como hoy, que vamos a comer a casa de la mejor amiga de mi hermana pequeña.
Vive muy cerca del colegio, casi tan cerca como nosotros.
Su amiga es hija única, morena como su padre, con esa sonrisa de ángel que las monjas de mi cole adoran (y es muy muy difícil echárselo en cara, porque es muy muy difícil no adorar a esa niña feliz, risueña y aplicada, con ojos negros y chispeantes, piel blanquísima y una melena fina y lisa con brillo de ala de cuervo).
Subimos a su piso.
Tere está de guardia, como siempre; espíritu benéfico engrasando la invisible maquinaria todo el día, una mujer de ésas que consiguen que todo el pesado engranaje del día a día de una familia funcione con la misma delicada fluidez que un soplido.
Tere nació en el norte, y seguro que lo echa mucho de menos. Tanto verde, tanta lluvia, aquellos perfumes.
Tejió para nosotras dos chaquetas tradicionales, de punto azul marino con una franja de estrellas rojas, cerradas con tiras trenzadas de lana acabadas en borlas rojas y azules. El librero que tiene su librería junto a la casa de mis padres, a quien frecuento mucho, que también es de por allí, dice que llevo la chaqueta vasca más bonita que ha visto nunca.
Ésa, como otras tantas cosas, es la clase de magia discreta y cotidiana que sale de las manos de Tere.
Nos lleva al comedor. La mesa está puesta. Mantel de hilo de cuadros con sus flecos, vajilla de aquella serie de Duralex transparente que orlaba los platos con el aura de un sol. Servilletas de hilo, limpias y planchadas, cubiertos colocados con cuidado.
Media sombra en los altos ventanales del comedor. Un silencio urdido a medida y con esmero, con la precisión de un tejido. Una casa gobernada por un orden amigable y luminoso.
Carmelo, que es maestro, llega casi a la vez que nosotras a comer.
Y cuando ya nos hemos lavado las manos y todos estamos sentados a la mesa, con nuestras servilletas impecables bien colocadas sobre las falditas plisadas del colegio, Tere saca un cuenco grande de ensalada valenciana. Un cuenco que saca cada día, es algo que cuando salgo de aquella casa a las tres menos cuarto, de camino al cole de nuevo, sé con toda seguridad.
Lechuga romana bien lavada, tomate valenciano cortado en gajos gruesos, cebolla fileteada en delgadas lunas. Sal, un chorro de aceite de oliva, unas gotas de vinagre.
Y rabanitos.
Preciosos rabanitos.
Enteros. Bien limpios.
Sin pelar, exhibiendo su espléndida piel fucsia brillante sobre la carne íntima, de un blanco inmaculado.
Rabanitos cortados con primor para que se abran como flores que caen al plato de ensalada enteras, para que se las vea bien, porque a Carmelo le gustan mucho los rabanitos.
Cada día, lavar y moldear fantasiosamente unos rabanitos. Añadirlos a la ensalada valenciana.
Llevar el cuenco de Duralex al comedor y dejarlo justo en el centro de la mesa, donde las cortinas echadas segregan la sombra reposada que vaciará el cuerpo de Carmelo, necesitado de unos minutos de descanso tanto como de la energía que traen en volandas la ensalada y el arrocito que vendrá después.
Todos los días.
Uno detrás de otro.
Todos los días.
Como si antes no hubiera habido otro.
Como si cada uno fuera aún el primero.
Decía Raymond Chandler que el primer beso era mágico, el segundo era íntimo, y el tercero rutinario.
Yo no quiero saber más de lo que veo hoy.
Sólo tengo 12 años, pero ya sé que sé muchas cosas que los adultos prefieren no saber que sé.
Y yo veo hoy, y quiero seguir viendo, que hay quien sabe detenerse en el segundo beso.
Hoy he aprendido esto: las llaves del amor largo aprecian ir de incógnito.
A menudo no hay príncipe ni canción del pozo de Blancanieves.
Y pueden adoptar las más formas más fantásticas.
También la de unos rabanitos en un cuenco de ensalada valenciana.
No hay ningún otro lenguaje tan maravillosamente cifrado como el del amor.