despedidas y tortilla de patata
En COU (sí, yo soy de ésas que hizo el COU!) tuve un tutor que era como una anomalía.
Pequeño y con silueta tipo armario ropero, bigotudo de elección y piel aceitunada.
Era fantástico, lo miraras por donde lo miraras (como Mary Poppins).
Era filósofo 24 horas al día pero también era un cachondo y un profesor extraordinario.
Fumador empedernido (parece increíble pero entonces aún fumaban enloquecidamente en clase), se llamaba José Luis pero todos le llamábamos Garay.
Yo llegué al colegio donde hice el COU sólo el año anterior, y supertímida como era, sin haber convivido con chicos nunca, todo aquello era para mí requeteraro. Un cóctel fuerte. Un capítulo de ésos de sentirse un pulpo en un garaje.
Pero siguiendo líneas de sombra que he entendido después, al final conseguí meter la primera, y luego la segunda, y terminé haciéndome amiga de los menos convencionales: de los gays, de los lunáticos, de los chicos noir, de las chicas que lo pasaban mal en casa, de las chicas fashion que tenían una vena contradictoria y generosa que las hacía parecer bellezones de pueblo.
Así que contra todos mis pronósticos, al final fue un curso tumultuoso y luminoso en el que pasaron muchas cosas importantes.
Una de ellas, mi primer amigo gay, al que 34 años después aún me siento unida; la segunda, la plantita de ciclámenes que mi padre me trajo a casa el día que acabó el curso porque resultó que me llevaba conmigo a la universidad una matrícula final, y la tercera, mi bigotudo tutor y profesor de filosofía, Garay.
La frase estrella de aquel conguito maravilloso era: «contra la depresión, tortilla de patata».
Con 20 chicas que trabajaban en la fábrica del drama a destajo y 20 chicos superhormonados riéndose de los dramas de las chicas, está de más decir que Garay soltaba la frasecilla famosa al menos una vez al día.
Ninguno de nosotros estábamos preparados en aquel entonces para entender la carga de rotunda certidumbre que había dentro de aquella frase que él se esforzó por meter a resguardo dentro de uno de nuestros cajones íntimos, como una semilla discreta, para que volviera a despertarse quién sabe cuándo.
Estos días mi padre ha perdido a un amigo que para él era como un hermano.
«Era como un hermano», en el caso de mi padre, es una expresión importante, porque su familia se ha ido quedando muy escasa con el tiempo. Las fatalidades de la vida y las dificultades de mantener a las familias unidas han añadido también lo suyo, y convertida en una historia usual, mi padre se ha ido quedando familiarmente solo.
Cuando digo familiarmente quiero decir que se ha ido quedando al descubierto en esa primitiva línea de sangre que tiene tanto poder como las bombas: sin padre, madre, hermanos.
Solo en la primera línea de trincheras.
Cuando los padres faltan uno entiende que ha pasado a la primera línea de fuego y que el cuerpo de uno es el que defiende ahora de la muerte los cuerpos de los hijos. Los hijos también entienden eso, sin poderlo poner en palabras.
Mi padre ahora está en la primera línea de fuego, viendo caer a sus amigos.
Es una época trascendentalmente difícil, y hace falta haber pulido un alma a conciencia para poder transformarla en un tiempo noble, sabio y amable.
Mi padre tiene enmarcado en la habitación que le hace de «cueva» un poema de Cavafis adaptado libremente por mí que habla de la vida como un viaje. Como un viaje que puede cumplirse felizmente. Un viaje en el que mientras tienes tiempo hay que seguir descubriendo puertos que tus ojos desconocían, nuevas ciudades a las que llegas para poder aprender de sus sabios…
Ya he contado en algún sitio que yo aprendí a cocinar a cuatro manos, y que las otras dos eran las de mi padre.
Nuestro rollo cómplice con la comida, que para ambos ha significado siempre expresar nuestro afecto por otros haciendo que comieran cosas ricas, se ha extendido en el tiempo hasta ahora mismo.
Ahora, ya jubilado y gozosamente dueño de su tiempo, algunos días se viene a almorzar conmigo, y mientras nos zampamos sendos bocadillos de buen pan rellenos de blanco y negro y patatas a lo pobre, él me trae bolsas recién pescadas en el Mercado Central llenas de filete de boquerón limpio, calamarcitos para hacer pasta al nero di sepia, o puñaditos de un maravilloso pimentón de la Vera para que renueve mis existencias con la cosecha fresca.
Con los años he entendido que esas bolsas de chipi de mi padre, y sus fabulosas tortillas de 3 dedos de gordo con anchoas y mayonesa, significaban exactamente lo mismo que la frase estrella de Garay.
Una declaración de intenciones y una defensa corajuda contra el frío.
Nunca le agradeceré bastante todo eso a mi padre.
Y si hoy tuviera que pedir un deseo, un deseo pequeño, como los propios de mi edad, una edad ya más humilde que aquella en la cocinábamos él y yo con las 800 fichas de cocina de Salvat apiladitas en su organizador de plástico rojo y nos papábamos el tocho de Els nostres menjars de arriba a abajo, sería éste: que siempre, siempre, todo el tiempo que dure su tiempo, mantenga la ilusión de cocinarnos tortillas de patatas, calamares rebozados, ensaladilla rusa y arroz al horno.
Es decir, que siempre mantengas en pie esa manera tuya, tan escrita en morse, de decirnos que somos terriblemente importantes para ti.
Nunca podré meterme en la cocina sin pensar en ti, y pienso que para un chico como tú, con tu historia a cuestas, no está nada, pero que nada mal, haber sabido atar conmigo esa ligazón invisible, cabezota como esos granitos de cebada silvestre que se te pegan a los calcetines en el campo y ya no hay quien los saque.
Y total, lo has hecho sólo con 800 fichas de cocina, un microondas, cientos de kilos de arroz, un entusiasmo imbatible y una necesidad enternecedora de decir cosas que era más complicado decir de otra manera.
Bien hecho papá. Bien jugado.
Gracias.