cosas que hacer en primavera
Todos los años, cuando despunta la primavera, mi cuerpo acusa la revolución terrenal como un sismógrafo sensible.
Aún en medio de la ciudad, la efervescencia de la naturaleza se transforma en una melodía clara, dominante, que tiene el poder de relegar a un segundo plano todo lo demás.
Durante todo el invierno me he esforzado y he trabajado de lo lindo mientras las horas de oscuridad crecían -por mucho que los anuncios de la tele nos lo vendan todo con las palabras mágicas «¡sin esfuerzo!» como si vendieran oro en lingotes, a mí el esfuerzo me parece un ingrediente imprescindible de la felicidad.
Pero ahora, cuando la tierra se da la vuelta y la luz vuelve, yo madrugaré más para poder salir antes del trabajo, y mi ocupación más importante volverá a ser quedarme sentada al aire libre a escuchar los crujidos del mundo, que ha empezado a eclosionar como un inmenso capullo.
Cada año me pasa como al topito de El viento en los sauces: la primavera me suele atrapar por sorpresa, en medio de los trabajos de limpieza y de orden invernales, o venga a hornear bizcochos.
Y en eso ando, distraída, cuando un día entra una ráfaga de aire tibio y yo empiezo a acercarme como hechizada hacia la terraza, sintiendo la alegría de vivir y de estar envuelta por la delicia de la primavera.
Y cuando salgo y ya he olfateado a fondo el airecillo, me digo a mí misma, como el topito: Esto está bien. Esto es mucho mejor que enjalbegar.
Y eso marca un cambio drástico en mi agenda cotidiana, que pasa de tener en la mano varias listas de muchas cosas útiles que hacer y cocinar, a otras listas de cosas mucho más livianas, como ésta:
- viajar al norte y meterse en un bosque húmedo a buscar fresitas silvestres, y comerse unas cuantas rodeada del olor a musgo, a tierra negra y turbosa, a gasas blancas de respiración vegetal condensada.
- ir al mercado de flores y comprar una brazada grande de mimosa. Dejarla en el lugar más fresco de la casa, holgada en un hermoso jarrón. Cada tarde, pasar cerca de ella, cerrar los ojos y acercar los labios a las borlas de espuma solar. Olerla con los ojos cerrados, ese olor que es como un chorro de savia verde caído sobre miel dulce. Recordar las mimosas de infancia, encendidas en los jardincitos de los chalets de invierno, o en los arcenes de las carreteras, las mimosas prendidas como soles gloriosos e inesperados. Recordar ese olor y guardarlo, porque es el olor más antiguo de mi primavera.
- traer dos manojos de francesillas y acomodarlas sobre la mesa de la cocina, para cocinar unas cuantas noches bajo el influjo de su opulenta delicadeza.
- ir al mercado y comprar fresones y nata montada, y prepararlas para los chicos los domingos, bajo la luz añil de marzo.
- ir a la playa a ver atardecer, y andar sobre la arena con los pies descalzos, respirando el salitre y la luz evanescente de los faros.
- hacer limpieza general: aventar el aire rancio, solear las habitaciones, despejar la casa para que la primavera pueda asentarse en ella, con todo su divino espíritu de descontento y anhelo. Abrir postigos y candados y dejar que cada cosa que hay sujeta dentro de mí regrese a su propia naturaleza.
- plantar una mata grande de margaritas blancas junto a la butaca de la terraza, para que cada vez que R. y yo la miremos nos vuelvan a la piel los veranos de infancia, con todos esos caminos que se abandonan para siempre al crecer.
- escribir los nombres de las plantas y colocarlos en cada maceta, para mantenerme protegida de la peor ignorancia de todas: la de no querer saber los nombres de los árboles. Para que mi pequeño jardín se parezca a la huerta de Ítaca, y yo pueda seguir los conjuros de Ulises mientras lo recorro pronunciando en voz alta los nombres de mis árboles.
- sentarse en un bosque de pinos en un mediodía tibio, sobre una piedra caliente.
Sentir el olor a trementina de la pinocha fermentando como un alcohol que asciende, picante y gozoso.
Mirar el lento bamboleo de los brazos de pino negro, y dejarse ritmar con él.
Escuchar las cigarras, el zumbido de las abejas, el revoleteo ínfimo de los insectos.
Y vaciarse, y respirar el licor balsámico del aire.
Y llenarse del humor amarillo de la genista y del vigor malváceo del romero.
Y llevarse a casa todo eso como quien se ata una cinta de recuerdo en una muñeca.
- observar la traslación de Orión hacia el Sur entre los lienzos rosas y malvas de los cielos tardíos en marzo y abril. Buscar a Júpiter, que brillará como un diamante frío en pleno corazón del Levante.
- salir al campo y esperar el anochecer, oyendo, dentro del silencio que crepita, cómo el latido el mundo se acompasa.
- dejar que un Eros bien guiado descienda sobre mis sueños y los ilumine.
- tumbarse en un prado a solas, con el cuerpo extendido y dilatado, afinado y vibrante, con una sábana de cielo encima, con la sensación de estar abierta como una caja con la tapa levantada.
Y oler el aire, y sentir cómo el cuerpo se acopla a cada centímetro de tierra, y tener ganas de alboroto, de alborozo, de retoce, de enjugazarse al sol.
De risas, de piel y de besos, de miradas largas y revolucionarias.Y dar gracias por tantas bendiciones.
La semana que viene celebraremos el equinoccio y la llegada del cambio de estación, y procuraré hacerlo con una receta espléndida en su sencillez, que son las que más me gustan.
Pero como yo siento que mi espíritu se ha adelantado un poco este año, pues hoy mimosas, cielo azul, un postre y un poco de dulzura.
Y ya, desde hoy, feliz primavera para todos.
«Al final, ¡pop!, su hocico salió a la luz del sol. Un paso más y rodó por la tibia hierba de una gran pradera.
–Esto está bien–se dijo–.Esto es mucho mejor que enjalbegar.» Kenneth Grahame. El viento en los sauces. Anaya, 2006.«Mientras, en el aire, arriba y bajo tierra, se movía la primavera, penetrando, con todo su divino espíritu de descontento y anhelo, hasta la casa del Topo, pequeña y humilde.» Kenneth Grahame. El viento en los sauces. Anaya, 2006.
«Y eso fue lo que oí, con toda nitidez, cuando Luz Pozo relataba lo que estaba sucediendo, justo en ese momento, en la huerta de Ítaca, cuando la memoria se fundía con el manuscrito de la tierra, Ulises enumerando las higueras, manzanos, perales y vides. Y había un segundo texto, un murmullo, que yo, y sólo yo, escuchaba en la boca del padre cuando él quería remarcar la ignorancia extrema: el no saber, el no querer saber, el nombre de los árboles.» Manuel Rivas. Las voces bajas. Alfaguara, 2012.
«Entra con Luz una estela erótica en el aula, que tiene como sello especial el de producir más calma que excitación. Eros, bien guiado, se posaba en la materia de estudio…» Manuel Rivas. Las voces bajas. Alfaguara, 2012.
«Hablaba de secretos desconocidos, de una frescura nunca alcanzada, de un camino infantil que se abandonaba para siempre al crecer.» Gustavo Martín Garzo. La puerta de los pájaros. Impedimenta, 2014.