cocina y revolución
En la actualidad, debido a su significado moral y global, comer es un verdadero acto político. Nuestras decisiones alimentarias de cada día, conscientes o automáticas, configuran el mundo, para bien o para mal. Cabría destacar dos actos que caracterizan el buen comer y que poseen una gran fuerza política, en el sentido amplio de la expresión: el consumo maduro e inteligente y el cocinar uno mismo de manera creativa.
Andoni Luis Aduriz y Daniel Innerarity. Cocinar, comer, convivir.
El devenir actual del mundo de la cocina y la gastronomía está lleno de contradicciones.
Por una parte, comer sigue siendo esa cosa simple que nos permite procurar las condiciones de base para mantenernos vivos un día más. Nada más sencillo que esto.
Pero por otra parte, comer se ha convertido en un implacable negocio envuelto en un enrevesado y creciente artificio.
Un artificio necesario para multiplicar su capacidad de ser rentable: la lista de los nuevos «oficios» que se han desarrollado a su cobijo ocuparía varios folios.
Hoy comer es comer como se comía antes, es decir, buscar algo con lo que alimentarse, intentando que a ser posible nos ayude a conservar la salud, pero también es todo eso que ocupa la gastroesfera: chefs, concursos de cocina, tendencias, críticos gastronómicos, estrellas Michelin, puntuación Parker, gurús, gastrotiendas, gastrobares y otras delicatessen.
La sofisticación espectacular que nos hemos inventado alrededor del simple acto de comer sigue su aumento exponencial y ya nos ha traído unos cuantos puñados de palabras nuevas que palpitan como marcas luminosas del tiempo que nos ha tocado vivir: degustación, gastrotapa, esferificación, espuma, gastroblogger, brunch, espiralizador, cupcake, texturización, food pairing, fizpilar, foodie, gastroquedada, cronut, sherry bars, craft beers, AOVE, biodinámica, personal shopper… y muchas otras zarandajas.
No tengo ninguna duda de que todo ese tinglado da de comer a mucha gente (razón simplísima que vuelve a convertir toda esa sofisticación en algo muy sencillo de un solo plumazo).
Y tampoco de que es un mundillo que puede ejercer una profunda subyugación en esta época de alienación existencial, en la que la mayoría de los seres que viven en comunidades occidentales se sienten tan perdidos que se lanzan con alivio en brazos de cualquier nueva distracción capaz de alejarlos durante un tiempo de ese vacío nuclear que experimentan sin poder nombralo, más pesado que un corazón de plomo.
Sin embargo, hay caminos más directos para recuperar la juventud del corazón.
Dedicar un pequeño rato de la tarde a visitar a un tendero que haya hecho con su negocio algo que admiremos o compartamos, comprarle los mejores ingredientes que nos podamos permitir para confeccionar una sencilla receta nocturna llena de sabor, de frescura y de reconfortante simplicidad, aporta su magia a nuestros días.
Nos salva del atropello y la inconsciencia constante de nuestras comunidades «de progreso», y nos devuelve las riendas de nuestras vidas a través de la recuperación de una relación de cuidado atento con nuestro cuerpo y con aquellos de quienes nos ocupamos.
Alejarse de la comida como espectáculo y volver a la comida como ritual de alimentación consciente nos ayuda a recuperar nuestro centro y a sentirnos en contacto con aquello que de auténtico y genuino hay en nuestra vida.
Ser cada vez un poco más infiel a los lineales del supermercado con sus ofertas prefabricadas, alejarnos de las elecciones sugeridas por los anuncios de la televisión y por las tendencias cada vez más veloces y fugaces (no olvidemos que hay que dar de comer con ellas a un monstruo que siempre tiene hambre), nos proporcionará una nueva autonomía en un territorio donde la independencia es un bien escaso: no somos nosotros quienes cultivamos, criamos, producimos, manipulamos, envasamos; también son otros quienes nos dicen lo que nos conviene comer o lo que debemos comer para mantenernos a flote en la corriente de la actualidad, y cada vez más, otros son quienes cocinan para nosotros.
El poder de la maquinaria de negocio que se esconde detrás de la comida es enorme, y despejar espacio para ponerse de pie en su centro no es una tarea fácil, precisamente porque ese negocio, igual que el sanitario, crece sobre aquello que necesitamos de forma más perentoria: alimentarnos cada día.
Pero, aunque no sea fácil, nosotros tenemos la fuerza que nos da la certeza del valor de lo que perseguimos: la única vida gozosa es la vida autodeterminada.
Sin libertad y sin consciencia de la construcción de esa libertad no hay felicidad posible.
Como sucede en todas las facetas de la vida cuando luchamos por obtener independencia, al practicar este autogobierno consciente somos nosotros los que empezamos a vivir y a decidir, en vez de ser vividos y decididos por otros.*
El eco de este empoderamiento íntimo y doméstico se multiplica cuando una tras otra, nuestras elecciones conscientes basadas en la reflexión y en la apreciación de los valores de otros andan sueltas caminando por el mundo, proporcionando chispas de seducción a otros y moviéndolos a sus propios cambios. Cambio tras cambio se pone en marcha un clima nuevo, se inicia una pequeña pero decisiva revolución.
Qué elegimos comprar para comer y a quién, nuestra forma de cocinarlo (el grado de complicación de la receta en la que nos embarcamos, el deseo de conseguir una mesa variada y apetecible a lo largo de los días, el tiempo invertido, el cuidado que ponemos en respetar los ingredientes), puede ser nuestra forma de ejercer un contrapoder que parece insignificante, pero que sin embargo puede capitanear toda una revolución que «cambie la faz de la tierra».
Hay algo muy hermoso y muy inspirador en la aventura del que decide ponerse a reaprender todas las cosas, como quien repasa sobre su cuerpo la historia del mundo, y se lanza con entusiasmo a hacer pan, mantequilla y encurtidos, al estilo de aquel libro cautivador de John Seymour que yo leí en los años 80, El horticultor autosuficiente.
Pero es igual de purificador el gesto del que se prepara para cenar una ensalada con una buena lechuga, un buen tomate y cebolla tierna, un puñado de aceitunas, el mejor aceite de oliva de prensado en frío que puede comprar y una buena hogaza de pan artesano para acompañar.
«En el trabajo de cocinarse para sí mismo deja uno de estar alienado en lo que otros han hecho y al mismo tiempo recupera una experiencia de inmediatez en un mundo que es, desde tantos puntos de vista, algo de segunda mano. El sujeto culinariamente activo simboliza el humanismo de una vida libre e independiente.»*
La cocina así entendida, como una pieza de expresión de nuestro lugar en el mundo, como una herramienta personal a través de la cual conformamos nuestro mundo privado, puede ser un dinamitador para el cambio personal tan potente como un largo viaje o una terapia.
Y al mismo tiempo, porque ambas dimensiones de cambio están unidas de forma indisoluble, ese cambio personal se convierte en un instrumento de cambio comunitario. Porque, como decía Eduardo Galeano, «mucha gente pequeña en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas pueden cambiar el mundo…»
Así que… ale a cocinar todos, que hay mucho mundo que cambiar!!
*Cocinar, comer, convivir. Andoni Luis Aduriz y Daniel Innerarity. Destino, 2012. Colección Imago Mundi.
El horticultor autosuficiente. John Seymour. Blume, 2014. Lleva editándose sin descanso desde 1976.
Hola Fernanda,
si tienes oportunidad ve a ver la película ‘Mañana’. Va en esta línea (y otras cuantas complementarias).
Saludos,
Jose
Esta misma semana uno de mis «alumnos» de la biblioteca me ha dicho exactamente lo mismo. He encontrado un cine aquí donde puedo verla. No me la perderé. Mil gracias.