carpe diem
Esta semana he llegado al álbum familiar del año 70. Es el año en que murió mi abuelo.
La muerte de mi abuelo de algún modo significa el final de mi infancia. Significó añadir el sabor de una tristeza nueva y definitiva a la familia y trazó un antes y un después en los rituales de vida de la familia extensa.
Una vez mi abuelo ya no estuvo, no volvimos a pasar los veranos en el chalet azul, en el Desierto de Las Palmas. Las mujeres de la familia se pusieron de negro riguroso y el vacío del abuelo, que murió joven y un día inesperado, pesó en el ambiente como una piedra durante años. Esa tristeza, que trajo bajo ella el desasosiego de saber que el mundo podía romperse de un día para otro, cambió mi manera de ver el mundo y me introdujo de golpe en el camino de los niños crecidos.
El cambio del lugar de vacaciones, que para mi familia llegó de la mano de razones prácticas y que coincidió con la marcha del abuelo, para mí significó algo así como la pérdida del paraíso, y quedó ligado para siempre en mi memoria con su muerte. Los perdí de golpe a los dos: al primer ser querido, y la felicidad silvestre de la infancia.
Las fotografías son desoladoras.
Aquellos años hacíamos varias excursiones al chalet a lo largo del año, cuando el tiempo estaba raso. Los abuelos cocinaban una buena paella y se comía al sol, en medio del campo de almendros, viendo centellear el mar en el horizonte, con cuatro sillas y un tablero. Cada año había un nuevo bebé, y ese año el bebé era mi prima Eva, que en las fotos aún va envuelta en mantitas.
A la hora del café y el puro, los niños nos levantábamos de la mesa y correteábamos por la casa vacía con nuestros jerseítos de punto hechos a mano, mientras la luz se doraba sobre los pinos al otro lado de los grandes ventanales que abrían boquetes de cristal en las paredes blancas.
Hay fotos de marzo, en Pascua, con el abuelo preparando la leña para cocer la paella en el pinar de la parte de atrás de la casa, donde hacíamos helado sobre el murete de piedra roja con la heladera de madera llena de hielo y sal. Estaban aún los cuatro abuelos.
Las fotos del abuelo transmiten la sensación de un hombre lleno de vigor, satisfecho de disfrutar de ese momento, como si estuviera asentado plácida y orgullosamente sobre él, contemplándolo con placer al tiempo que lo estaba viviendo.
Es la imagen de un hombre robusto, en la plenitud de la edad, con muchos ratos felices a la espalda, trabajador y generoso, deseoso de disfrutar de las cosas. Y agradecido. Un hombre disfrutando de sus conquistas y de su suerte, que eran todos esos polluelos piando a su alrededor.
Después hay algo extraño. Hay otras fotos del 28 de mayo, un jueves laborable. De nuevo estamos todos con los cuatro abuelos al sol en la terraza de los almendros. Al principio pensé que quizá fue una escapada de una sola tarde… Pero no, porque al lado está pegada una redacción mía de ese día donde digo que la abuela llevó una comida muy buena y que se hizo de noche estando allí. Encima de uno de los tableros se ve mi estuche del cole, con el que escribí y dibujé para esa redacción…
Nadie se acuerda ya de qué hacíamos allí un jueves por la tarde (85 kilómetros en el Renault 4 y sin autopista costaban de hacer bastante más rato que ahora…) Quizá volvimos a dormir a Castellón esa noche y pasamos allí el fin de semana, porque ese mismo sábado 30 de mayo condecoraban al abuelo por su trabajo como decano del Colegio de Abogados.
La siguiente foto que hay pegada en esa hoja del álbum, junto a la foto de la cruz de la orden de San Raimundo de Peñafort, es la de la esquela del abuelo. Habían pasado 12 días desde nuestra última visita al paraíso.
Doce días.
Suficiente para que el mundo se dé la vuelta como una casa de muñecas y el precioso orden de las cosas que contenía se eche a rodar por tierra.
No hacen falta doce días para que lo inconcebible ascienda hasta la realidad como una burbuja maligna, por increíble que nos parezca a quienes estábamos en esas fotos. Unos pocos minutos son suficientes.
Es lo que todos aprendemos la primera vez que la muerte de otro nos sorprende.
Incluso los niños, a quienes las hadas protegen de la sombra de la muerte mientras son niños, se enfrentan entonces con ese momento crucial de la clarividencia de la muerte. Aunque luego lleguen volando sus hadas protectoras y les pasen las manos extendidas sobre los ojitos para que lo olviden todo hasta que crezcan. Porque después de la clarividencia de la muerte, nada, para bien y para mal, vuelve a ser igual que antes.
Carpe diem, queridas y queridos. Disfrutad del tiempo, vuestro tiempo, nuestro tiempo, el tiempo que hoy tenemos. Disfrutadlo como si fuera un regalo, porque lo es.
Disfrutemos de esta vida tan hermosa, sobre la que hoy tenemos la suerte de pasear como a través de un puente que está muy alto y que se ondula a merced de todos los vientos. Un equilibrio frágil, un poco milagroso, y que extiende a nuestros pies un paisaje tan bonito que corta el aliento.
Estamos vivos. Sólo eso, ¿no es ya una absoluta maravilla?
¿Qué no hubiera dado mi abuelo por poder pasar un día más con los suyos, por poderse despedir, por poder disfrutar unas horas más de todo ese catálogo de insignificantes fruslerías domésticas que nos hace felices?
En Castellón, en el funeral de mi tío Antonio, el marido de mi tía Elisa, el que tallaba maderitas y el que sujeta la paella en la primera foto, oí a varias personas que lo querían muchísimo decirme entre lágrimas: se ha acabado el tío, ai hijita, se ha acabado…
Es algo que se dice en el Levante popular en los funerales.
Todos llorábamos. Era el momento de la fractura, cuando una siente su propio cuerpo separándose del cuerpo que nos deja atrás, como una tela gruesa suelta un crujido desgarrador al rajarse de un tirón.
Pero no.
En realidad no es así.
El tío Antonio no se ha acabado. Mis cuatro abuelos no se acabaron hace veinte años.
Qué va. Todo lo contrario.
Todas esas figuras de mis fotos que hoy ya no están aquí, conmigo.
Vivos todos.
Porque mientras queda alguien que está contando nuestra historia, seguimos vivos.
Así que pon la leña al fuego, abuelito, que la abuelita ya se ha atado el delantal y es la hora de echar la carne en la paella…