eso que lo cambia todo
· seguid hambrientos, seguid alocados ·
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Mi primer pollo nació cuando comenzaba el verano. Antes de las calores. Antes de los días de playa.
Cuando faltaban pocos días, cada tarde-noche mi abuela Marita me llamaba desde Castellón para preguntarme cómo estaba. Una noche me dijo, si nace mañana, será del día 2, como el bisabuelo Fernando.
Y así fue.
Nació el día 2, como el bisabuelo Fernando, su padre.
Las abuelas aún pudieron disfrutar del pollo, que para Marita fue el primer bisnieto.
Esta foto la heredé con su álbum cuando ella faltó; había escrito la fecha detrás, con su letra de escuela: 27 de julio de 1991.
El pollo tenía 25 días.
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Para mis padres fue el primer nieto y en la rama materna de mi familia Jaime fue el primer bebé; como suele suceder en estos casos, no había bastante bebé para todos.
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Recuerdo haber pasado la tarde y parte de la noche, cuando ya había roto aguas hacía unas horas y sabía que el bebé ya venía, viendo dibujos de Bugs Bunny en el sofá del comedor, contando contracciones, sola y tranquila.
Creo que no tenía miedo. Los dibujos animados siempre han sido mi refugio perfecto contra cualquier clase de inquietud.
Fue un parto bueno y rápido, un parto en vivo, a la antigua, que en efecto duró una horita corta.
No tenía ganas de ir al hospital, así que esperé y esperé mirando a mi conejito de la suerte, hasta que yo misma entendí, aún contra toda mi resistencia, que era hora de marcharse.
Recuerdo que al llegar la comadrona me dijo, chica valiente, en una hora lo has tenido.
Y así fue.
Aunque mi hermana dice que cuando me sacaron del paritorio se acercó a darme un beso y yo le dije: no tengas hijos.
En las situaciones más insospechadas puedo desplegar una capacidad de síntesis asombrosa. ; )
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En realidad y pese a lo que le dije a mi hermana, yo deseaba ese bebé con todas mis fuerzas. Para mí era el momento, estaba madura para él.
También era para mí, creo, la intución de una vía de crecimiento, de cambio.
En mi vida de entonces, que pese a mi juventud estaba bastante varada, yo alimentaba esa confianza. La confianza en un renacimiento.
Mi primer pollo fue el de aprender a ser mamá.
Con el primero aprendes lo más importante de todo: que la madre eres tú, y que todo lo demás sobra.
Aprendes a hacer espacio para tu propia maternidad, le haces hueco para que pueda germinar y expandirse.
Eso es algo que los pollos que vienen después se encuentran hecho, un trabajo de fe, minería y fiereza que haces con el primero.
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Hay tantas cosas que aprendes a hacer con el primero, tantas novatadas que te pillan por detrás.
Todo lo más difícil te lo enseña el primer hijo.
Creo que siempre es la crianza más fragorosa, la que lleva aparejada más pelea, más esfuerzo íntimo. Pero también más descubrimientos, más sorpresas, más momentos de arrobo. Porque todo es nuevo y extraordinario.
Una lo va haciendo lo mejor que sabe, y con ese manual de autoconfianza que vas escribiendo debajo del brazo, y que ya no dejas de escribir, cambias para siempre.
Y el bebé era un pollito listo y bueno, tranquilo, que lo miraba todo con los ojos muy abiertos y que aprendía deprisa deprisa.
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El pollo y los amigos del pollo han hecho mucha vida de casa.
Nuestra casa ha sido en sus varias etapas una casa de niños, y todos han salido y entrado de ella como de territorio amigo.
Durante muchos años ha sido una casa ocupada (de alguna manera aún lo es), y eso para mí ha sido un lujo y un privilegio.
Me ha permitido estar mucho más cerca de ellos, conocerlos mucho mejor, estar rodeada de ellos y de su vitalizante jolgorio mucho más intensamente.
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Aún ahora, con sus 25 años, sus largas partidas al Catán con los amigos en la terraza de casa y el horno cociendo pizzas en serie, Noël con sus amigos entrando y saliendo, las guitarras dejadas caer en los sofás y todo por en medio mientras les oigo gritar, reírse, bromear y tomarse el pelo, sé la suerte que tengo.
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Aprecio esta fortuna.
A su edad yo hacía dos años que me había ido de casa. Y me había ido muy lejos.
Aunque es verdad que mi casa familiar, entonces, no era como la que he hecho yo ahora.
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Probablemente no conozco a nadie que haya cambiado tanto como este pollo.
Cambiado a base de esfuerzo personal, evolucionado, mejorado.
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A veces lo miro, o lo escucho decir algo que me sorprende (y me sorprende tantas veces), y siento esa brusca expansión de la línea del tiempo, como si estiraras de una goma hasta el límite y luego la soltaras: esa incredulidad de que lo estás viendo provenga de aquellos recuerdos tan vívidos, aquel pollito suave como de plumas, mirando plácidamente el techo de su cuna blanca mientras cantaba cosas ininteligibles y agitaba los piececitos con cara de ensimismada alegría.
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Mi tía me escribía el día que el pollito cumplía 25 años, y me decía, aiiii con lo pequeñito que era…! (ya se sabe, cosas de éstas de tías y mamás más blandas que la nata).
Y yo le decía, pues sí, y lo grande que se ha hecho, y que sepas que lleva el pelo azul.
¡¡Azul!!, exclamaba mi tía, con tono de ligera horrorización –es bien sabido que el tono de los mensajes de wasap se puede oír alto y claro : )
Azul, repetía yo.
Como los pollitos aquellos que nos regalaban por Navidad teñidos con anilinas que corrían por el pasillo de casa como descosidos.
Pues eso. Que nos hemos quedado sin pollito…
O no.
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Porque igual que yo esperaba que mi pollo sacara la cabeza viendo dibujos de Bugs Bunny, él también tiene una irrefrenable y persistente vena de pollo pequeño, travesuelo y diablorillo.
Así que he decidido prepararle una tarta ad hoc.
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Cuando eran muy pequeños, en Navidad solían hacer en la tele episodios especiales de Looney Tunes con los protagonistas de siempre en producciones más largas, muy cuidadas, estrambóticamente deliciosas, como la que estaba basada en el Barbero de Sevilla, la de Marvin el Marciano, aquella sobre la ópera, la (inquietante) de Jekyll y Hyde o la de la bruja verde de Hansel y Gretel.
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Todos les encantaban (y a mí!!) pero adoraban el de Hansel y Gretel.
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Se tronchaban de risa cada vez que Bugs Bunny le decía al príncipe recién desmontado del caballo que le estaba besando la mano que no, que se había equivocado de historia, que aquello no era Blancanieves sino Hansel y Gretel.
El pobre príncipe se daba la media vuelta desolado, repitiendo aturdido Haaaaaansel?, Hanseeeeeel? como si hubiera caído por error al otro lado de un agujero negro y no entendiera nada de nada.
Y los dos pollos rodando por la alfombra de risa.
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Así que, qué mejor para celebrar la espectacular y glamorosa entrada de mi pollo con pelo azul en el mundo de los adultos maduros y cabales, que recordarle que ya sean 25, 50 o 75 los añitos que cumpla, sigue siendo muy bien eso de mantenerse en contacto con el lado Bugs de cada uno…
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Mi querido pollo: viniste al mundo bendecido por un buen manojo de dones.
Sigue cuidándolos. Sigue construyéndote. Sigue mejorando.
Si sabes verla así, vas a tener una gran aventura por delante…
Ahora mismo, vosotros sois lo nuevo, pero algún día, no muy lejano, seréis los viejos. Y seréis eliminados. Lamento ser tan trágico, pero es cierto. Vuestro tiempo tiene límite, así que no lo perdáis viviendo la vida de otra persona. No os dejéis atrapar por dogmas, no viváis con los resultados del pensamiento de otras personas. No permitáis que el ruido de las opiniones ajenas silencie vuestra voz interior. Y más importante todavía, tened el valor de seguir vuestro corazón e intuición, porque de alguna manera ya sabéis lo que realmente queréis llegar a ser. Todo lo demás es secundario.
Steve Jobs
«Seguid hambrientos, seguid alocados» es una frase que citó Steve Jobs en su discurso para la graduación de Stanford, en 2005. La cita que cierra la entrada pertenece al mismo discurso. Es una pieza maravillosa, podéis leerlo entero aquí.
Si sois de los que aún os mantenéis en alegre condominio con vuestro lado Bugs, podéis volver a rodar gozosamente sobre la alfombra viendo todas estas maravillas:
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Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: tarta Hansel y Gretel.