golondrinas y un petirrojo
Abril. Es domingo, las nueve de la mañana.
Me asomo a la terraza, sol suave, todo está en silencio y las golondrinas se deslizan por el cielo en largos y veloces bucles.
Hace unos años fuimos a pasar unos días a L’Ampolla, a un hotelito al que le habíamos cogido el gusto. La comida no valía nada pero el lugar era encantador.
Lo he recordado por este silencio de la mañana. El mismo silencio de abril. A las nueve de la mañana, como hoy, salir a la terracita y sentir el silencio, traspasado por los gritos agudos de las golondrinas, el clima azul, el aire cristalino. El mar rielando delante de nosotros, y las olas lamiendo la orilla como lenguas de aceite.
Eran días de pájaros. Después de desayunar cogíamos el coche y nos íbamos a la entrada del parque natural del Delta del Ebro. Sacábamos las bicis y pasábamos la mañana perdiéndonos por los caminos, mirando a los pájaros.
Andábamos sobre caminos de madera que atravesaban cañaverales más altos que nuestras cabezas.
El viento los hacía oscilar en anchas olas trigueñas, con música de lluvia.
Por encima de las cañas las golondrinas se lanzaban en picado y los gorriones aterrizaban en bandadas sobre los juncos, piando.
Yo estaba estudiando un posgrado en literatura infantil y eso días estábamos leyendo una de las lecturas obligatorias del curso. Era «El jardín secreto», de Frances Hogdson Burnett, y el tutor era Gustavo Martín Garzo.
Por las tardes, después de la siesta, bajábamos hacia las playas y el pequeño puerto pesquero, a vagabundear, y cuando atardecía, las golondrinas ocupaban el paseo con sus gritos y sus quiebros y pasaban a tu lado rozándote, como si no te tuvieran ningún miedo. Eran golondrinas dáuricas, con alas azul índigo, cabecitas acaneladas. Mientras andabas, los destellos de color turmalina de sus alas y la cercanía de sus ojitos negrísimos te mantenían prendada de ellas como bajo un hechizo.
Cuando regresábamos al hotel, yo abría la wifi y me conectaba con el foro del curso, donde mis compañeras de lectura estaban hablando del jardín secreto y del petirrojo, el pajarito que se le aparece a Mary y que inicia todas las transformaciones que suceden dentro del jardín.
La pequeña y poderosa magia del encuentro con el petirrojo se mezclaba cada noche en mi cabeza con la de mis golondrinas del paseo, las nubes de gorriones, las garzas reales, los patos, los flamencos, los correlimos.
Pero sobre todo con la de las golondrinas, porque, como el petirrojo de Mary, ellas también se acercan a mi, como si no me tuvieran miedo y quisieran rozarme, jugar conmigo.
Y tú te quedas embelesada, hechizada, porque son criaturas de otro mundo, otro mundo que desciende hasta el tuyo, criaturas libres y lejanas, y hablan contigo, pero es una lengua que tú no entiendes. Así que lo único que puedes hacer es abrirte al embeleso.
Gustavo nos habla del petirrojo de Mary como de un mensajero. Cautivándola con su cercanía, la conduce hasta el jardín secreto:
«Un lugar como una isla perdida, un huerto cerrado, que no sabíamos que podía existir, y en el que tampoco podemos saber lo que nos aguarda. Un lugar en el que debemos entrar en silencio, con los ojos muy abiertos, como hacen los niños cuando se adentran en una casa abandonada. Pero para encontrarlo necesitamos que alguien nos visite y nos diga dónde está. Esa es la apuesta de la imaginación: recibir a los mensajeros…»
«El jardín nos dice que el paraíso está en el mundo, sólo que como reino secreto que hay que saber encontrar. Es un cuento sobre la búsqueda de la felicidad, y su enseñanza no puede ser más clara: no es posible que hayamos nacidos para ser desdichados.»
Recibir a los mensajeros. Quizá todos los pájaros que vemos en la ciudad también son mensajeros. Mensajeros de nuestra imaginación, de las cosas que sabíamos y hemos olvidado, de otra clase de sabiduría. Mensajeros con alas, como los ángeles, que escriben en el paño de cielo entre las casas mensajes cifrados para nosotros.
Últimamente me pregunto si la única manera de alcanzar un contacto genuino con el mundo no será renunciar al deseo de dominio.
O quizá sólo es que dentro del pequeño mundo de mi trabajo el veneno de las conspiraciones cotidianas y el contacto con tanto entendido me ha traído mucha hambre de esta otra clase de presencia en el mundo. Aunque parezca contradictorio, trabajar en el mundo de la cultura, según dónde, puede convertirse en una experiencia radicalmente contracultural.
Aunque seguramente también tiene que ver con mi edad.
Cuando te haces más mayor vas viendo el mundo con más humildad.
Has visto muchas cosas hacerse y deshacerse, has visto el final de muchas historias de conquista, y también has recibido unos cuantos golpes.
Y casi sin quererlo, llega un momento en que todo ese cortejo del ego que vemos desplegarse con toda pompa cada día, todo esa elaborada puesta en escena, te empieza a resultar ridícula. Y desasosegante. Y una lo único que quiere es salir de ahí, hacia algún sitio donde se oiga el canto de los pájaros.
Y aprender una manera diferente de estar en el mundo. Como la de los niños muy pequeños, que aún no quieren obtener nada, sólo quieren mirar, experimentar, estar ahí.
Mancharse de barro, reírse, chapotear en los charcos, mojarse el pelo cuando llueve, romper algún juguete, desaparecer en cuanto se cansan y empezar algo nuevo.
Renunciar por completo a querer poseer las cosas, domesticarlas, controlarlas, dejar nuestra huella sobre ellas.
Ejercitar el hábito de alejarse de las camarillas, la ambición, las relaciones de poder, las intrigas, el pavoneo.
Renunciar a todas nuestras pretensiones, las cosas que queremos parecer, las cosas sobre las que queremos influir, a todo el fútil catálogo de vanidades.
Soltarlo todo. Abandonarlo. Y volverse un poco como niños. Como aquello que decía Jesús.
Salir del mundo para poder regresar al mundo…
O quizá mejor: salir del mundo para poder entrar en el jardín…
El jardín secreto, de Frances Hogdson Burnett. Everest, 2013.
*Gustavo Martín Garzo. El silencio de los animales.