un año más
Cumplo 15 años.
Estoy en mi cuarto, el balcón está abierto, veo los plátanos de la Gran Vía ondulándose en mareas verdes bajo las ráfagas de brisa.
El suelo color mantequilla de la terracita está caliente de sol, la puerta de mi armario está llena de poemas escritos sobre hojas de papel pegadas con celo, hay un ramo de freesias amarillas en una jarra de loza antigua encima de mi mesa.
Huelen como debe oler el paraíso.
Mi padre me ha regalado un disco: Alenar, de Maria del Mar Bonet.
Es esa época en que la Bonet aún no se depilaba las cejas, tenía la piel blanca como la cera porque no se pintaba ni poco ni mucho cuando salía a cantar y se peinaba con raya en medio una melena lacia, negrísima y silvestre que parecía crin de caballo, y que no conocía ni de lejos rulos ni marcado de peluquería.
En ese disco había una canción, Petita estança.
Mi padre, que siempre ha sido un sentimental y tocaba el laúd en la tuna de Medicina, me explicaba que la Bonet estaba muy enamorada y que por eso dice lo de la cambra y lo de la estança y lo del jardí, la font que raja y el amor que passa (mi padre se pensaba que yo aún me chupaba el dedo. En todo caso, no hay nada que echarle en cara: basta echar un vistazo a mi cara de pollito en las fotos de la época para entender la elocuencia de las explicaciones de mi padre).
Cumplo veinte años, estoy desayunando un bocadillo de pamplonés con mayonesa y pan crujiente y calentito que acabo de subir del horno.
La persiana de la cocina filtra el sol de la mañana y entrevera mi vestido rojo con una rejilla de luz.
Me gusta el rojo, llevo unos diminutos pendientes de cristal, he descubierto que los pendientes me encantan.
Acabo de empezar a estudiar psicología, tengo nuevos amigos y un paisaje que me fascina cuando cada tarde vuelvo de mis clases y me quedo a solas en mi cuarto, con la puerta cerrada, a leer el manual de Pinillos.
Me siento bonita y seguramente lo estoy, porque nada hace más bonita a una mujer que estar emocionada con su vida.
La mía se despliega esos meses como un lienzo iluminado por el sol, quizá nunca he tenido tanta sensación de gozosa gravidez, de que toda la maravilla del mundo me espera y está a mi alcance.
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.Cumplo 38 años, hay una cama grande con sábanas blancas cubierta de pétalos de rosa, velas en las mesillas, resina de mirra como la que quemaban en mis iglesias sevillanas consumiéndose a los pies de la cama, el aire de mayo cubriendo la habitación desde el balcón abierto, una cortina blanca que ondea en la noche tibia de primavera, un hombre que me mira como nunca me han mirado antes.
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Este fin de semana voy a cumplir 52. Una edad hermosa para una mujer, una edad de madurez y de potencia.
Una edad de comenzar a atender las cosas del espíritu como quien escucha a la abuelita o una compañera de piso.
El mundo ya no es aquella borla de luz que se encendía entre mis manos.
Pero ese tiempo aún brilla. Fui mujer en ese tiempo, no me escondí, florecí con mis fuerzas y mi sabiduría de entonces.
Y después. Y aunque he cometido muchísimos errores, estoy contenta.
Tengo toda esa belleza dentro de mis bolsillos.
Esa cosa prodigiosa que es el tiempo, el tiempo de cada uno, el tiempo en el que somos.
He crecido hasta donde no me había imaginado nunca, porque nunca nos vemos a nosotras mismas después de los cuarenta.
Pero me siento igual de bien que a mis diecisiete.
Distinta.
Más fuerte. Más capaz.
Más juguetona. Más flexible. Más generosa.
Menos vulnerable. Menos pardilla, pero igual de inocente.
Más libre.
A veces la trama de las horas baraja sus cartas por nosotros, y esta tarde yo ando pensando en un mensaje de cumpleaños para un buen amigo.
He abierto uno de los cajones de mi mesa, y ha aparecido mi cd de Alenar, recién recuperado del marasmo de la mudanza de mi departamento hace tres años.
Lo he visto. He recordado el vinilo que me regaló mi padre, ese objeto que para mí era tan precioso como una joya, tan perfecto como un poema.
Recuerdo el tacto del papel de mis manos, grueso, basto, honesto, el folleto con las letras de las canciones que se desplegaba en un gran póster con la cara de la Bonet.
Ese disco que mi hija reencontró y me devolvió hace poco, porque lo perdí en la mudanza del divorcio.
Lo miro, lo saco del cajón, lo coloco el reproductor de cds.
Y lo abro en la deliciosa soledad de la biblioteca los lunes por la tarde.
Dejo que suene alto, en el edificio estoy casi sola, no molesto a nadie.
Y mientras escaneo monólogos para los chicos y chicas que van a pasar la prueba de acceso de la ESADV este año, comprendo que mis deseos siguen siendo los mismos, los mismos que me regaló mi padre aquel día en que estrenaba mis 15 años con este disco luminoso.
Una ventana azul desde la que se vea el mar, un jardín con naranjos y una fuente que cante, el canto de un pájaro en medio de la tarde…
Una habitación en la que corra el aire donde vivir las horas mirando cómo pasa el amor.
Y en el pecho la marca dulce de la mano de un amigo.
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.Ojalá éste sea un año luminoso. Yo pienso seguir encendiendo cada día todas mis bombillitas.
Gracias a todas y todos los que estáis al otro lado por compartir esta casa de tiempo conmigo. Siempre. Pero hoy, muy especialmente.