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Escrito por el Ago 31, 2012 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: despacito, esencial, lo pequeño es hermoso, presencia, simplicidad, verano

slow living

Hace años que me viene pasando una cosa curiosa con mis recuerdos de mis primeros veranos de infancia en la montaña. Teniendo en cuenta lo bien que los recuerdo, la claridad que tienen los almendros, las flores, los barrancos, los pinos… siempre me había parecido un misterio que no recordara nada de la casa por dentro.

Salvo un porrón de vidrio color esmeralda que estaba colocado en una esquina blanca. Y estos días, haciendo limpieza en casa de mi madre, he encontrado unas fotos que me han resuelto el finalmente ese misterio. En alguna de esas fotos se intuye cómo era la casa por dentro. Grandes ventanas, paredes blancas. ¡Y nada más!

Claro…
Resulta que no es que mi memoria tuviera una laguna con ese interior de chalet en concreto, sino que sencillamente no había nada. Y ese porrón verde debía destacar sobre aquel clima monacal como un Durero en una pared blanca.

Y lo de que no había nada no es una manera de hablar, es literal: nos llevábamos cuatro cosas imprescindibles a una casa totalmente vacía, y con ellas montadas en la baca del seiscientos pasábamos el verano concentrados en lo esencial: el campo, el día, la noche, los perfumes, los cambios de la luz, los almendros, los barrancos, el canto de las cigarras y los grillos.

el chalet azul

la baca del el primer seiscientos

Jugar, y contemplar.

primos en el murete

Practicar la mirada ociosa. Fijarnos bien en todas las cosas. Aprender cómo eran.

almendras cogidas del árbol

Sin ponerle ese nombre, practicábamos ese ejercicio zen de la contemplación, que necesita un poco de vacío alrededor para poder existir.
Rodeada de esa clase de vacío esencial, alejada de distracciones, ve una las cosas más claras. Las cosas importantes, quiero decir. Es como cerrar la puerta de una habitación y quitar el polvo a fondo abriendo las ventanas para que pueda dispersarse fuera a través de ellas, y poder ver después la habitación en toda su pureza.

Cada día, aún sin vacaciones, brinda algún buen momento para ese zen que nos ayuda a reordenar y a renombrar todo el resto del día.

Mi preferido es esa hora de cielo azul profundo, cuando el atardecer termina (Cambridge Blue, le llaman en los sobres de semillas). Ese azul húmedo y primitivo que sólo dura unos minutos esquivos entre el atardecer y la caída de la noche…

Para mí ese cambio fugaz es como una señal: es el momento de salir a mirarlo, a meterme en él como bajo una ducha refrescante; algo parecido a quitarte barro de las manos.

Dejar todo lo que andamos haciendo, da igual lo que sea. En realidad prácticamente todo puede esperar, somos nosotras y nosotros quienes no sabemos hacer que las cosas nos esperen. Para los que solemos andar siempre echando manos en falta para abarcar todo lo queremos abarcar, es un ejercicio importante. Y revitalizante.

Parar. Aprender a aparcar la actividad.

Durante unos minutos no pensar en términos de hacer y de lo que queda por hacer, de conseguir, de trabajo.
Hacer silencio.
Escuchar un poco el lenguaje de la piel y del corazón y a hacer callar el resto. Y darle alguna vuelta a adónde nos pensamos que vamos con tanta carrera…

Lo mejor de ese movimiento expansivo y nada esnob del Slow Food es que no puede separarse del Slow Living. Vivir sin prisas, eludiendo las prisas, renunciando a la aceleración. Entendiendo que unas ocupaciones no son mejores ni más trascendentes que otras. Que “lo pequeño es hermoso”.* Probablemente, más hermoso.

Dejar de hacer una cosa mientras estás pensando en otra.
Y aceptar, como una decisión personal, que lo único importante de verdad es vivir el momento, el ahora, estar presente en el tiempo que se despliega.

Pues sí, creo que esos pocos minutos cada día me recuerdan lo simple que soy, lo simple que es existir cuando soplamos sobre todas las capas de peso innecesario que llevamos sobre la piel. Y eso ayuda a relativizar muchas cosas. Muchas preocupaciones.

Al fin y al cabo, por mucha ceremonia que nos echemos encima, por mucha complicación que le metamos a cada día, somos como los Lego, hechos de cuatro piezas básicas. Y esas cuatro piezas son las únicas que de verdad necesitamos.

A menudo pienso que la verdadera alegría, la que no depende de las cosas buenas o malas que nos pasan, vive en el quieto corazón de ese silencio.

Hoy, una ensalada Lego (o sea, hecha con cuatro piececitas) para celebrar los últimos coletazos del verano con la misma filosofía zen que hemos venido practicando: el tiempo que nos sobre, para dedicarlo a jugar y a contemplar…

*Lo pequeño es hermoso, E. F. Schummacher, editorial Akal.

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