sábanas
Es viernes. Un viernes laborable.
Estoy despierta en la cama, envuelta en la sábana.
Este año la primavera se despereza despacio y por las noches aún refresca.
Es muy temprano aún, pero a través de la cortina se cuela una afianzada luz de día.
Un día radiante se prepara.
Un día cristalino, con esa cualidad transparente que sólo tienen los días gobernados por el poniente, que en mayo aún es fresco y vigoroso.
Tengo ganas de levantarme porque me siento ilusionada con un montón de cosas que quiero hacer: este día me pertenece solo a mí, es mi «día de asueto especial», y al menos la mañana, hasta que la casa se vuelva a llenar de personitas, es toda para mí.
Pero también tengo ganas de quedarme en la cama un rato más, paladeando la sensación de las sábanas sobre la piel, el arrebujo mórbido en la colcha guatada de primavera, el olor tostado del sol derramándose sobre los pies de la cama.
Es una sábana de hilo de algodón blanco bordada con una orla de ondas de bodoques también blancos.
Una sábana sencilla y preciosa que hizo bordar mi abuela para la boda de mi madre.
Hace años que la gasto, me gusta el tacto noble de este hilo que ya no se utiliza, fresco y terso, con cuerpo.
Me gusta plancharlas y doblarlas con cuidado, con los bodoques y las iniciales en el pliegue central.
Me gusta desplegarlas sobre la cama recién limpias, estirándolas bien: esa prestancia antigua y pura que extienden sobre ella.
Miro el sol dorando los bodoques, trepando por la sábana sobre mí, formando pequeños retales en el suelo de madera acanelada.
Me estiro, el tacto muelle del colchón que aquí está tibio y un poco más allá está fresco; miro los diminutos y fugaces arcoiris que el móvil de cristalitos de la terraza proyecta a través de la cortina clara. (Sí, un móvil de cristales de lámpara tallados, como aquel que tenía Pollyanna. Desde que leí ese libro quise tener uno. Un año traje de Ibiza una rama ondulada de sabina y la llené de oscilantes cristalitos de lámpara trasnochada).
Tres umbelas blancas de hinojo reinan sobre la cómoda de madera en una botella de cristal que heredé de la abuela, etéreas y delicadas como fantasías.
Tantas cosas que me hacen ilusión me esperan en cuanto ponga los pies en el suelo, tantas cosas que me hacen sonreír y hacen que se me acelere un poquito el corazón.
Toda la mañana para mi, saliendo y entrando en el silencio de la casa vacía.
Qué privilegio.