mi vida con el áspic
Son los años 60.
Hay algo en la gama de colores de los 60 que refleja el optimismo vital de esa década. Es algo a la vez delicado y rotundo, cargado de energía y lleno de una creatividad palpitante depositada sobre la vida cotidiana. Seguramente, no ha habido un renacer de la belleza aplicada a los objetos de la vida doméstica comparable a éste desde William Morris.
En la despensa de la casa de mis padres había un juego completo de aquellos primeros tuppers que se vendieron en la España de los 60: fiambreras cuadradas y redondas, fiambreritas con forma de flanera, jarras con su tapa, botes altos y bajos… todo ello en los cinco colores pastel: amarillo limón, melocotón, rosa pálido, verde aguamarina, azul nube.
Aún están allí, seguro; ahora un poco pringosos (seguro).
Los colores pastel estaban de moda: en los muestrarios de formica para mesas y sillas de cocina arrasaban el rosa y el verde agua, había neveras lacadas a juego y las colecciones de Pyrex incluían preciosas fuentes para horno con su tapa y su soporte metálico con estampados de flores en verde jade y rosa camelia.
Había maravillosos juegos de cocina de jadeita colocados en estantes forrados con tela, vasos altos estampados con esmalte colocados en su cestito metálico organizador para sacarlos a la mesa de seis en seis y termos con estampados escoceses…
Estaban también esos aspiradores que ocupaban un armario entero y los anuncios de amas de casa vestidas como para ir de cóctel pero con su delantal fruncido puesto, el pelo de peluquería y esa sonrisa como de estar de pie en el centro de una vida dominada por la felicidad y la satisfacción.
Y luego estaban el áspic y los huevos rellenos.
Este libro de hoy fue mi principal fuente de deleite en lo que a áspics y a huevos rellenos se refiere.
Todas esas combinaciones inacabables para cuajar montañas ambarinas con forma de castillo ruso.
Oh là là.
Eran tan bonitas, tan sofisticadas, tan chic.
Yo adoraba esos flanes transparentes de color duralex, con sus rodajitas de huevo duro y sus tropezones de todos los colores escalonados en una torre fantástica.
Y luego estaban también esas fuentes de huevos duros preparadas para el aperitivo, todos organizaditos, rellenos con rizos hechos con manga pastelera y coronados de cositas glamorosas, como rodajitas de rabanitos sin pelar, tirabuzones de zanahoria, bolitas de caviar…
Estaba hipnotizada por todo ese mundo de posibilidades deslumbrantes. Así que cogía mi libro y iba de delante atrás, de atrás adelante, una vez y otra, mirando esas fotos que me gustaban tanto…
Y luego me hacía mis listas de menús…
Esto me duró hasta eso de los catorce, diría yo… la edad en que una «sienta la cabeza» y quizá empieza a darse cuenta de que prefiere un buen plato de macarrones gratinados al tema éste del áspic…
Pero fue una bonita historia de amor aquella mía con el áspic, sí… Me lo pasé genial buscando moldes extravagantes y contemplando con fascinación esos poderes mágicos de la gelatina, que se transformaba en un precioso cristal temblequeante con la simple intervención de unas cuantas horas de nevera…
Y una vez más, todo este amor por la brillantina culinaria germinó desde la nada por obra y gracia de un libro… Y dejó una estela fecunda y de larga duración tras de sí…
Me encantaría acordarme de dónde lo vi, dónde encontré esa portada escandalosamente vintage por primera vez, haciéndome guiños desde el cristal…
Pero no me acuerdo. Tuve dos de la serie, éste y el de los postres.
La verdad es que después de cuarenta años, mis inclinaciones por según qué ramas de la cocina han cambiado bien poco… Ya tenía razón Freud, ya, cuando decía eso de que a los seis años estamos tan cuajados como huevos (pasados por agua, vale, sí… aún nos quedará un poco de aventura para después!)
Entremeses y salsas.
Lisa Biondi.
Colección Documental en Color. Serie Cocinar, nº 1.
Ediciones Teide-Instituto Geográfico De Agostini, 1969.
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