lluvia de primavera
Las ventanas están abiertas.
Ráfagas frescas parten el aire tibio y quieto de la tarde, ráfagas imprevistas que hacen que me levante y salga a la terraza a olisquear el cielo.
Todo empieza con un aleteo.
Como un revoloteo de plumas, acolchado y brumoso.
En el horizonte, sobre el mar, las nubes se desflecan en hilachas de lluvia.
Un viento húmedo ondula la cortina, como una señal silenciosa.
El cielo está empastado de nubes azules.
Nuevas nubes grises, oscuras, vaporosas y rizadas, avanzan rápidas desde el oeste.
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Un sordo retumbar de truenos llega desde la lejanía. Los pájaros se callan. Un silencio espeso ocupa los árboles.
Oigo el chasquido de las sábanas en el terrado, batidas por el viento creciente.
El momento antes de la tormenta. Una luz dorada fulgurante abre el cielo. Nubes azul cobalto. Las paredes blancas de las casas restallan, como si segregaran un fuego interior.
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En unos segundos la luz se debilita como una bombilla que se agota. Las nubes se vuelven pizarrosas, las casas blancas se revelan contra el cielo apagado con una nitidez extraordinaria.
Un repentino olor mineral, o ozono y a pureza de oxígeno.
El aliento del deseo de la tierra, que tiene un olor propio.
Y entonces el aleteo se convierte en un sonido de pasos pequeños.
En un tamborileo.
Opaco.
Sin eco.
La casa se llena de humedad, el clima de las habitaciones se licúa y corrientes de frescor líquido avanzan reptando a través del suelo de madera de cuarto en cuarto.
Oigo las sábanas tendidas desplegarse de golpe en brazos del viento, recogiendo sobre la tela tibia los goterones de lluvia.
Huele a ladrillo caliente mojado.
El tiptap crece. Suena como las cortinas de cuentas de madera cuando el viento las mueve. Como un rompiente marino.
A cubierto en la terraza, el finísimo vaho de la lluvia te moja la piel con su saliva, y hace que te brillen los ojos.
El aire se emblanquece de lluvia, un vendaval sacude los toldos y los árboles, la copa inmensa del ficus centenario que se ve desde la terraza se frunce en olas verdes como un campo de trigo.
Llueve, y huele a tierra mojada y esponjosa, y a todas las cosas que no huelen cuando viven dentro del aire seco.
A metal frío, a madera, a savia, a piedra, a hierba crujiente, a fronda de árbol de ciudad.
Ahora están despiertas, y extienden sus auras perfumadas como cabellos en el viento.
Los truenos se descuelgan sobre la plaza como largas sogas que bajaran del cielo.
La tormenta está pasando, se aleja.
El retumbar gorgoteante de los truenos se convierte en un rumor lejano.
Imperceptiblemente, la luz blanquea.
Y regresa la luz dorada, el sol de tormenta.
El cielo se transfigura en azul índigo y las paredes blancas de las casas vuelven a vibrar bajo su látigo de luz.
Los caracoles salen en busca de su rocío ritual.
Los niños salen a pisar los charcos entre grititos de placer.
Un majestuoso arcoiris corona la plaza, como una diadema fantástica.
El aroma de la lluvia revolotea sobre todas las cosas.
El clima que albergamos dentro se ha esponjado y huele a esperanza, a promesa, a sed saciada.
Huele muy, muy bien.
Huele como huelen los deseos cuando están muy cerca de cumplirse.
A felicidad, a bendición.
El espíritu de la lluvia es circular, como el de las naranjas y las burbujas de jabón, y siempre nos canta la misma canción que adoramos: sonreíd, sonreíd, porque todo continúa, y todo recomienza…