la vida en ASMR
Hace algún tiempo que empecé a seguir los videos ASMR de Haegreendal, una joven de Corea del Sur. Tiene un niño pequeño al que han puesto el sobrenombre de Capitán; lleva melenita corta y dice su madre que constantemente le confunden con una chica.
Son videos centrados en las pequeñas cosas del día a día. A veces placeres discretos y domésticos, a veces sensaciones relacionadas con el paso de las estaciones y el clima, a veces pequeños rituales lentos relacionados con la limpieza o la cocina.
Siento que está completamente alineada con mi manera de concebir los placeres domésticos, que son pequeños pero poderosos, y disfruto mucho viéndolos. A menudo los reservo para el rato de lectura antes de dormir, porque me encanta el estado de calma, bonanza y relajación que me hacen sentir justo antes de dejarme ir hacia el sueño. Lo fundamental en todo caso creo que no es el sonido, sino su manera de estar muy presente, muy consciente y entregada a cada momento insignificante; su manera de buscar una armonía sencilla en su vida, de apreciar el regalo del tiempo y la belleza de las cosas pequeñas y de reflejar el placer de dejar una huella sin pretensiones de su paso por este tiempo.
.
.
.
.
Sus videos son eso que llaman ahora ASMR. Están grabados con una calidad de sonido extraordinaria que hace resaltar de modo sorprendente cada sonido «subterráneo», los sonidos de las «subcapas» de la vida, en los que normalmente no reparamos.
No reparamos en ellos no porque no estén ahí, sino porque nosotros andamos por el mundo como pollo sin cabeza, con el botón del volumen silenciado.
Diríamos que esos videos rescatan para nosotros de una forma elocuente «eso a lo que sonaría la vida si la escucháramos».
He hablado aquí varias veces de la práctica del mindfulness como algo trascendente para el cambio de la conciencia personal.
Teniendo en cuenta nuestro estilo de vida hipermental, creedme si os digo que practicar ese ejercicio no resulta nada fácil, y más si lo quieres extender a algo más que unos minutos de tu día, porque la realidad es que nos pasamos tooodooo el día dándole a la centrifugadora y parloteando interiormente sobre esto y lo otro mientras nuestras manos, cuerpo y sentidos van por la vida con el piloto automático puesto y no nos enteramos ni de la mitad de lo que sucede a nuestro alrededor.
Bien, pues el asunto es que cuando pasas tiempo practicando mindfulness en las actividades diarias, es decir, centrándote por completo en cada cosa que haces, sin pensar absolutamente en nada más (pelar una zanahoria, fregar los platos, hacer la cama) va y resulta que la vida suena en ASMR.
En serio.
Haced la prueba.
Poneos a pelar una zanahoria junto a pila de la cocina. Dejad la mente quieta por completo, vacía. Mirad la zanahoria y concentraos absolutamente en lo que hacéis: mirad, sentid, oíd lo que hacéis. Nada más. Entregaos a la experiencia por completo.
Veréis como de repente lo que estáis haciendo (la piel de la zanahoria raspada, el sonido del agua del grifo, el gorgoteo del agua en el desagüe, las manos trabajando con el cuchillo) se pone a sonar en un Sensorround alucinante que os envuelve como una luz inesperada. Como si alguien hubiera subido el volumen de tu vida de golpe. Como si alguien hubiera liberado tus altavoces de un tapón de polvo.
Te dejará atónita.
Y lo que es más importante: te dejará encima de la piel (la piel de dentro y la piel de fuera) una sensación de frescor y rejuvenecimiento como la que te da un baño de mar en un día de calor.
Un goce físico. Algo como: me siento ligera como si me hubiera quitado años de encima. Me siento a gusto como si hubiera vuelto a la más bonita de mis casas.
Porque resulta que esa vuelta a la percepción original del sonido, el olor, el tacto, es una parte muy importante de la felicidad que hace sentir el mindfulness.
Así que el ASMR, para mí, funciona porque es un atajo a esa experiencia, a la experiencia de la presencia en el mundo con los cinco sentidos.
.
.
.
.
Si tuviera que recomendar una sola práctica con un efecto poderoso sobre el aumento de la felicidad de vivir, creo que hoy sería ésta.
La práctica de la presencia absorbente.
Cada vez pienso más que forma parte de nuestra naturaleza esencial (y que sin embargo nos las hemos apañado para alejarnos por completo de ella) vivir sumergidos en el caldo sensorial del mundo, vivir inmersos en el sustrato que nos proporcionan en cada momento nuestros cinco sentidos, y que la mente solo debería intervenir a posteriori para orientar, organizar, el conocimiento que deriva de forma natural de esa experiencia.
Ahora tendemos a vivir al revés, todo lo analizamos con la mente, pese a que tenemos una información muy precaria procedente de los sentidos que nos ayude a poder juzgar con certeza sobre algo, porque no les prestamos atención, y porque hemos perdido de una forma apabullante la finura y la intensidad de percepción que nos proporcionaban cuando vivíamos en entornos más naturales y menos tecnológicos, y nuestro bienestar dependía más de ellos.
Estoy leyendo mucho ahora sobre cómo nos hemos vuelto incapaces de leer los signos naturales que los hombres han sabido leer e interpretar con destreza durante siglos. Cosas como seguir rastros, como saber anticiparse a la llegada de la lluvia, como percibir si alguien ha estado antes que tú en una habitación, como intuir que algo peligroso va a pasar, son dones que tenemos como especie pero que hemos perdido como cultura.
Nos hemos ido a vivir a la cabeza como quien se sube a vivir a las estancias más soleadas de la casa.
Y nos hemos equivocado, porque las ventanas por las que entra el sol no están allí arriba, sino en el caudal de cada uno de nuestros sentidos.
Hay que volver a vivir desde los sentidos, incluyendo en estos sentidos el de la intuición (ese sexto sentido semi mágico) y el de la consciencia corporal, el conocimiento propioceptivo. Somos un cuerpo. Hemos de regresar al cuerpo como estancia de vida.
La mente es un árbitro y un organizador, un estratega: no puede trabajar correctamente en el vacío ni la escasez sensorial.
.
.
.
.
Nunca debería trabajar sin contar con el sólido suelo de que lo que nos dice el cuerpo, de los que nos dice el mundo a través de nuestros sentidos, y no de lo que «pensamos» sobre esto o aquello.
Es decir, no de lo que el color de los cristales de las gafas que siempre llevamos puestas (nuestra estructura de carácter) nos dice sobre el mundo.
No: el mundo tiene su propia voz, y cada uno tenemos nuestra posibilidad privilegiada de escucharla con toda su pureza. Tenemos cinco sentidos (al menos, algunas personas tienen más) para tomar nota de todo tal como lo reciben, sin adulterarlo con componendas intelectuales. Sin jugar al teléfono estropeado con toda esa información tan valiosa.
Qué lujo, poder volver al caudal del mundo, dejando la cabeza en suspenso.
Cosquillitas. Cascabeleos. Oleadas de placer sensual, genuinas, embriagadoras.
Qué lujo, volver a dejarse arrebatar, seducir, inundar, acompasar, validar por él, como cuando éramos pequeños y nuestra relación con las cosas no era de taxidermia sino de curiosidad, empatía e inmersión.
Qué descanso energizante, recobrar la capacidad de darse ese chapuzón continuado en la vida sensorial que nos rodea.
Qué sensación de maravilla, volver a ser capaz de leer los signos del mundo, escritos en la sabiduría antiquísima de nuestro cuerpo instintivo.
Qué gozo volver a oír, oler, tocar. Qué grueso, suntuoso terciopelo nos presta el mundo cada día…
(p.d.: ¿te apetece poner en la mesa del otoño naciente de tu casa unos fideos de arroz con verduras crujientes y salsa de cacahuetes y sésamo?)
· SED FELICES ·