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Escrito por el May 18, 2014 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: ilusiones, inocencia, magia blanca, maravilla

iluminación interior

Ayer por la tarde-noche, en una de las tantas idas y venidas que hacemos cada día a mirar el mundo por el ventanal de la terraza, mi marido dijo: ala, los vecinos han puesto una guirnalda!

El cielo estaba de ese azul ultramar que es llave de la noche.
Bajo ese azul místico que caía en remolinos sobre la plaza, en su pequeña terraza la guirnalda brillaba como un luminoso de los años 60. Sorprendente, inesperada, cargada de inocencia.

Debajo de la guirnalda había una cama. Encima de la cama y a modo de techo galante, estaba la cortina verde del comedor, estirada hasta hacerla caer sobre la barandilla del balcón y sujeta con unas cuantas pinzas de tender la ropa.

La noche está amarilla. Es una de esas noches escasas en que la nube de partículas que flota sobre la ciudad es especialmente espesa, y refleja sobre los terrados y las terrazas cascadas de luz amarilla. O verde, según se mire. Luz fosforescente, irreal, que parece de luciérnaga. Luz de incendio, como si arriba, en algún lugar cercano, algo estuviera ardiendo sin ruido y el reflejo se derramara sobre la ciudad.

Sobre la cama se adivina a un hombre besando despaciosamente a una mujer.

Me quedo mirando la escena con cierto arrobamiento, ensimismada y sonriendo a lo bobo, como si encima de mí alguien hubiera olvidado un frasco de polvo de hada que goteara un poco.

Hace muchos años hubo otra noche amarilla como ésta, otra cama improvisada sobre ladrillos rojos, suaves y tibios por las lenguas del sol del día; otra larga madrugada de arrullarse largamente sin dormir, contemplando sin sueño el dosel fosforescente de la luz vagabunda de la ciudad.

No han retirado la cama. Esta noche ha hecho fresco, el tiempo está cambiando y quizá mañana llueva. Esta mañana, temprano, cuando he salido a la terraza, la cama estaba vacía, se habían ido a dormir dentro.
Pero ahí estaba la camita con sábana amarilla, almohadas azules y dosel de cortina verde hierba, en pausa paciente y confiada.

A mediodía, después de comer, la cama estaba ocupada otra vez. Sin la guirnalda, llena de charcos de almíbar del sol de mediodía.

Estoy pensando que quizá al atardecer la guirnalda se encenderá de nuevo, como la estela luminosa que marca un acontecimiento.
Forma parte del paquete de sabiduría instintiva que hemos heredado quién sabe de quién, marcar nuestros momentos extraordinarios con luz.

En casa. Velas.

Los magos siguiendo la estrella, que se detuvo encima del recién nacido.
El aura del que alcanza la iluminación espiritual.
Los cirios que encendemos cuando alguien muere, cuando alguien nace, cuando alguien atraviesa el umbral de un estado nuevo.
Los faroles flotantes del Toro Nagashi.
La corona de luz de las personas santas.
Los hogueras de San Juan.
Los fuegos del solsticio de invierno.
Las velas que colocamos en las ventanas cuando deseamos algo, o para dar la bienvenida a alguien a nuestra casa.
Las cerillas prendidas de la pequeña cerillera.
Las hadas tienen luz, pero no todos pueden verla.
la luz de las estrellas, que nos es tan vagamente familiar.
La luz al final del túnel…

(Sin olvidar a E.T., que en los momentos importantes se encendía como si fuera una bombilla.)

El poder de la luz para señalar, para signar: para rociarnos y rociar el mundo con su influencia transformadora, y también para dejar su marca sobre algunas cosas que nos suceden. Para convertir un suceso en un signo, en un recuerdo trascendente.

Aquella otra noche amarilla de verano naciente. Eran esos tiempos en los que el amor tenía la clase de intensidad que te hace colgar guirnaldas luminosas en la terraza de tu casa, rociar la sábana con flores silvestres, mirar al otro con tal concentración que cuando te empiezan a escocer los ojos te salen gotas de ternura en vez de lágrimas. Dormir al fresco sin necesitar más manta que ese cuerpo. Ése, no otro.
Que hace que nunca estés saciado de verdad.
Aquella locura maravillosa con riesgo de desbordamiento.

Qué difícil es contemplar esa camita sin cinismo, si emigraste ya de ese país.

Yo aún no. Qué afortunada.

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