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Escrito por el Abr 28, 2018 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: aprendizajes infantiles, construcción de uno mismo, construir la propia vida, hacerse mayor, perspectiva, quitar el polvo

fantasmas

· la infancia como fantasma ·

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Los que venís leyendo este cuaderno hace tiempo, sabéis que la memoria es uno de esos lugares en los que recalo una y otra vez. De alguna manera escribir la memoria de mi vida, y sobre todo la memoria luminosa, la memoria feliz, ha sido el esqueleto de este cuaderno todos estos años.

Ha sido un trabajo agradecido y ahora, conforme avanzo en él, me doy cuenta de que también ha sido un trabajo muy valioso. Un trabajo generatriz: es el vórtice que ha hecho que mi vida avanzara (y lo hiciera siempre hacia más luz).

En psicología, diferentes corrientes de análisis de la estructura del yo hablan de la “sombra”. Aunque difieren unas de otras en los detalles, en general la “sombra” es aquella parte de nosotros mismos que actúa en nuestra vida, en lo que hacemos y sentimos cada día, sin que nosotros seamos conscientes de esa acción.

Es la parte semiprogramada de nosotros mismos, la parte de nuestro piloto automático.

Nos gobierna en modo piloto automático porque está formada por mecanismos de conducta y emocionales muy poderosos, muy asentados, muy profundamente aprendidos, y que se disparan solos. Y están tan bien aprendidos, tan enraizados, que no somos conscientes de ellos.

No tenemos con respecto a ellos la suficiente distancia para “verlos”, y así, surgen y toman el control de nuestra personalidad y nuestra vida “desde lo oscuro”. Por eso les llamamos “sombra”.

Sombra es lo que somos sin saber que lo somos.

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Muchas veces es lo que jamás aceptaríamos que somos, y no por eso dejamos de ser.

En estos últimos años, las dificultades en nuestra vida familiar por la enfermedad de mi madre me han hecho pensar mucho en qué partes de cada uno de nosotros (mis hermanos y yo) actúan en nuestras interacciones cuando atravesamos momentos de tensión y que pertenecen en realidad a la sombra de cada uno.

Y he descubierto, con asombro creciente, que los tres tenemos reacciones que provienen de nuestro “alineamiento básico”, algo que en realidad conscientemente negamos que tenemos.

El alineamiento es el lugar que hemos elegido o que se nos ha atribuido en la batalla campal familiar: como eso que les preguntaban a los niños antes, ¿tú a quién quieres más, a tu padre o a tu madre? En las familias con divorcios violentos, y sobre todo en las familias donde esa violencia se ha vivido de manera soterrada durante años, como algo de lo que no se podía hablar, algo que oficialmente no existía, siempre hay un alineamiento: cada niño decide tirarse de un lado o del otro, en general en función de en qué lado entiende mejor la “versión oficial” que se le ofrece de lo que está pasando, o de en qué lado se siente más seguro, más querido, más “visto” y tenido en cuenta. En el lado en el que encuentra más resonancia, más afinidad. Donde se siente menos extranjero.

O sencillamente cada niño resulta “atribuido” a uno de los lados. Por conveniencia de los padres. Por semejanza, aunque sea pretendida. Por táctica y estragia, como decía Benedetti, en fin.

Cada uno de nosotros tres tiene un alineamiento diferente, y muchas de nuestras reacciones a los problemas concretos que tenemos que afrontar están teñidas (muchas veces sería más exacto decir que están contaminadas) por ese alineamiento.

Estar alineado en una de las partes significa, sobre todo, NO estar en la otra. Significa haberse sentido víctima de muchas jugadas feas. Significa tener cuentas pendientes. Significa que hay un resquemor viejo, que, aunque seco, aún escuece.

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Y así, con nuestro corazón de niño apretado por esas penas, tan apretado que ni notamos que lo está, nos enfrentamos a nuestros días de adultos que han de resolver problemas difíciles.

Hemos absorbido las filias y fobias de nuestros padres, sus frustraciones, las armas con las que batallaban, sin darnos cuenta, según nuestro propio alineamiento, y ahora se reproducen, como imágenes kármicas, en nuestros propios cuerpos.

Nos resulta muy difícil dejar todo esto aparte, aunque podríamos decidir con más eficacia sin su influencia. Y nos resulta muy difícil porque forma parte de nuestra “sombra”, porque no sabemos que nos pasa. Todo aquel dolor que condujo nuestro viaje hacia una de las dos partes es por completo invisible para nosotros, nunca lo hemos puesto entre palabras.

Nos miramos, pero sólo vemos lo que queremos encontrar.

Y es verdad que a menudo seguimos sintiéndonos tan indefensos como si aún fuéramos niños.

Porque es verdad que nuestras tensiones familiares de los últimos años han proseguido como si nunca hubiéramos dejado de ser niños.

No era aceptable que nosotros dejáramos nunca de ser niños (obligados, sometidos, secundarios, sin autonomía), y pasáramos a merecer el respeto debido (que también merecen todos los niños, aunque haya aún tanta gente adulta que no entienda eso). Y en los momentos difíciles, hemos seguido reaccionando como si eso fuera cierto aún, otorgando aquiescencia a esa pretensión de estatus de mando, como si el equilibrio de poder a nuestros 50 años no hubiera cambiado.

Darme cuenta de esto me ha llevado a pensar en cuántas otras cosas que forman parte de mi sombra están relacionadas con mi pasado remoto, con la memoria entendida como herencia, incluso si queréis, como legado de identidad, como señas de identidad de un linaje, un estilo familiar.

Cuántas cosas hago y siento pensando que forman parte de mí misma, de mi carácter, de mi “forma de ser”, de mi “identidad”, cuando en realidad no son sino simples disparos del mecanismo de un cepo. Cosas muy bien aprendidas que siguen disparándose cada vez que se dan circunstancias parecidas a las originales y que han terminado por disfrazarse de “personalidad”.

Cosas que me he pasado años haciendo, porque me servían para obtener algo o para sentirme a resguardo de algo, porque me hacían parecerme a alguien, porque me hacían pensar que me harían merecer algo.

Cosas que tenían cero que ver con lo que de verdad me hubiera hecho sentir bien en un ambiente de abundancia de amor, respeto y atención.

Cosas que no hubiera elegido hacer si hubiera sabido quién era yo, si hubiera decidido respetar mis instintos a cualquier precio, si hubiera sentido verdadero apego por mi misma (algo que también se aprende de pequeña, sí, así es).

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Aunque parezca una verdad de perogrullo, cuando has tenido una infancia complicada acumulas todo un catálogo de esos mecanismos.

Y sigues viviendo con ellos encima, con la mochila invisible que llevas a la espalda cargada con ellos, sin entender que hace muchos años que dejaste atrás tu infancia, el territorio donde esos mecanismos te hacían falta, te servían para algo.

Sin darte cuenta de que hace muchos años que abandonaste el territorio donde existía quien podía decidir todo sobre ti.

Sin darte cuenta de que estás en un momento de tu vida donde nadie puede decidir ya nada sobre ti. A menos que tú quieras cederle ese poder.

Sin darte cuenta de que los tiempos de la dictadura, el silencio, la necesidad de apaciguar y complacer y las mentiras acomodaticias se acabaron oficialmente hace muchos años.

Y que aunque es verdad que en muchas familias, exactamente igual que sucede en los países, los dictadores se resisten a ser descabalgados de su poder absoluto, a ti solo te separa de la libertad un fantasma, un espejismo.

Ese “no darte cuenta”.

Porque vives en un territorio de libertad que te pertenece por derecho pero sigues pegada a las costumbres que te protegieron o que te sirvieron para defenderte antes de que la libertad real fuera tu derecho.

Esto me recuerda de nuevo que las libertades, aún las legítimas, una vez conseguidas, una vez la vida nos las otorga, se han de conquistar.

El que ha aprendido a vivir como un esclavo debe aprendir a vivir como una persona libre.

Y eso es todo.

Ésa es la magia.

Ése el principio de la adultez real, que casi nunca coincide con la adultez social, con el momento de acceder a la etiqueta.

Para poder reinar hace falta algo más que heredar una corona.

Hace falta conquistar el territorio de la sombra.

Recorrerlo minuciosamente. Iluminarlo. Y abandonarlo.

 

 

¿Cuál es la parte hermosa de esto?

La parte hermosa es que si has tenido media vida complicada, te has hecho mas fuerte que el demonio.

Y te has preocupado de que tus hijos entiendan que la personalidad es un trabajo, no un destino fatídico.

Te has preocupado de enseñarles que deben mirarse a sí mismos y lavarse de todo lo no deseable que nosotros a nuestra vez vamos a transmitirles a ellos, pese a cuánto hubiéramos querido que no fuera así. Pero ellos cargan con nuestros errores, igual que nosotros cargamos con los de nuestros padres, y eso no es un destino: es una circunstancia a superar.

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Y eso es fundamental porque lo importante de verdad es abandonar el peso. Sentir la suficiente compasión de todo lo que no se ha podido evitar para poder liberarse del peso por completo. Para poder desatar los nudos con el pasado por completo.

Y puedes estrenar una vida completamente nueva hacia la mitad de tu vida, sin sentir resentimiento.

Comprendiendo que los que te hicieron la vida complicada todos esos años sólo eran adultos jóvenes desorientados que tenían su propia vida complicada.

Comprendiendo que los que te hacen la vida complicada ahora sólo son adultos desorientados que si tienen suerte conseguirán enfrentarse a su propia sombra algún día.

O no.

Pero definitivamente eso no es tu responsabilidad, sino la suya.

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Tú has sido liberada por fin de todo peso.

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Y la próxima cita es: ir más allá de lo que tu sombra había previsto. Ir más allá de lo que tu herencia te ha entregado.

Has comprendido que sean cuáles sean las dificultades que has vivido en tu entorno de crecimiento, nunca te definirán.

Tú no eres eso.

Esa herencia no te limita.

No. Tú serás lo que elijas ser, si eres capaz de iluminar tu sombra y disolverla.

Y ahora sí: hacer algo completamente nuevo.

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 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: pastel de chocolate.

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