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Escrito por el Dic 20, 2016 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: embeleso, hacer la Navidad, ilusiones, inocencia

extravaganza

 

· extravaganza navideña ·

Quizá de todas las emociones que guardo de la Navidad de mi infancia, de la Navidad pura y dada, de la Navidad misteriosa y emocionante, antes de que hubiera que pasarle el paño de limpiar metales y buscarle otro brillo, mi preferida es la del embeleso.

Embeleso. Qué palabra más evocadora.

Embeleso eran las caras de los niños mirando embobados los juguetes, empañando los cristales con el vaho de su respiración contenida.

Embeleso era la mirada de todos los que contemplaban al niño en el belén: de los pastorcitos, que no solían ver niñitos en pesebres en noches como aquella.

De los borreguitos, que hablaban balleno mucho mejor que los humanos y tenían una piel sedosa sensible a los prodigios, cosa que los pastorcitos no podían imaginarse ni de lejos.

De los Magos de Oriente, que no solían ponerse a seguir estrellas en el cielo todos los días, y que desde luego no solían encontrar bajo la cola dorada del astro detenido, después de un viaje como para perder la boina, un simple y candoroso bebé que dormía apaciblemente en la noche helada, rodeado de un aura palpable de sorpresa y magia…

De la palomita blanca que miraba la escena desde el ventanuco del pesebre, acomodada sobre paja, arrullando al bebé con los arrumacos de amor que aprendió a cantar la primavera pasada.

De la mulita gris y el buey color canela, que lanzaban nubes de vapor como estufas valientes crepitando en la noche, porque sabían de bebés y de noches heladas más que los hechizados papás y tenían muy claro cuál era su misión en medio de esta escena del todo inesperada…

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Así me imaginaba yo esa historia.

Así la veía reflejada en los belenes de aquí y allá, en los anuncios de la tele (aquella tele casi inocente de entonces), en los cristales de las ventanas de mi cole, adornados con campanitas y hojas de acebo que habíamos recortado y pintado con ceras Manley y Dacs, y abrillantado con barniz de cola blanca.

En las fantasiosas bolas de cristal decoradas con orlas de purpurina que colgaban de las guirnaldas de espumillón y que nos recordaban que largas jornadas de prodigios hogareños estaban a la vuelta de la esquina.

Embeleso era todo aquello, y la Navidad era, por encima de todas las cosas, embeleso.

Estos años, después de muchos ciclos, he vuelto a aquel embeleso original.

Para mí el Adviento es salir, como un perro de caza, a rastrear el perfume a embeleso, para cosechar un poquito y ponerlo a resguardo bajo mi camisa. Darle un compañero efervescente a mi corazón.

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Siempre he tenido la clase de mente que siente una profunda necesidad de entendimiento.
Sin embargo, con los años también he comprendido que, como provocador de entendimiento, el embeleso bate todos los récords.

No hay certeza intelectual en el mundo, ni esforzada búsqueda de significado, que pueda entregar la seguridad gozosa, caliente y palpitante que te regala un segundo de embeleso.

Embeleso es aquello que explica tu vida por debajo de todo lo demás, aquello que conecta contigo por debajo de todas las capas de cultivo.
Con las últimas raíces, las más profundas, las que menos hemos podido domesticar.
Embeleso es una variante del espejo de Oesed de Harry Potter, un lugar donde podemos contemplar nuestro ser más genuino, y donde podemos ver el futuro.

Entre eso que consigue embelesarnos y lo mejor que tenemos hay un vínculo invencible y radicalmente carnal.

Embeleso es pues, viajar al lugar donde las cosas nacieron: al lugar donde nosotros nacimos, radiantes, incólumes.

Viajar a a la inocencia de la infancia, para traernos de vuelta desde allí lo mejor que teníamos (y aún tenemos).

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Y sí: no da me vergüenza admitirlo.

Estos días coloco toda una sarta de cepos para cazar ese perfume a embeleso.

Procuro visitar iglesias.
Las visito un poco en plan turista puesto que no comparto ningún credo, pero me gusta el clima de silencio respetuoso, la belleza simple, sobria y recogida en si misma.
Tengo mis preferidas, claro.
Me aprendo sus horarios y las visito.

Las lucecitas rojas de las velas, el olor a incienso, la separación del mundo de fuera, el resguardo, la penumbra, el ambiente nutricio, como el que necesitan las semillas para germinar.
Semioscuridad, reposo, humedad y el alimento que uno lleva dentro.

Y una atmósfera pacífica que permite aguzar el oído dentro del silencio, y te deja oír tu efervescencia interior con la nitidez de un rastro.

Miro las caras de los angelitos de las paredes. Me esfuerzo en recordar cómo era esa mirada encandilada de los angelitos en el pesebre.

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Oigo mucha música navideña.
Como soy tipo mantra, escucho muchas veces algunas de mis favoritas, las que tienen más poder para hacerme entrar en ese estado, para hacerme vibrar en esa frecuencia.
La música sabe hacer magia blanca sobre la piel humana como ninguna otra cosa sobre la tierra -salvo la luz- puede hacer.

Me rodeo de esa conjunción de conjuros que invocan el hechizo y el embeleso.
Reverencia, disposición a lo maravilloso, disposición a volver a partir en busca de lo maravilloso. Lo de fuera y lo de dentro.

Averiguar por dónde va el hilo que conduce el pulso de lo maravilloso de regreso a la vida de uno.
Y si se ha quedado medio enterrado, rescatarlo.
Hacerlo resurgir, alimentarlo. Hacerlo brillar de nuevo.

Traer de nuevo a la vida esas cosas que nos causan un arrobo infantil.

Eso es Adviento para mí: detenerse en un rapto de arrobo adulto ante lo maravilloso.

Y el lenguaje que hay que aprender a hablar en estos días, como si fuera una lengua antigua que se pudiera rescatar y revivir, es el del embeleso.

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Para mí la verdadera extravanganza que trae la Navidad no es la lista de cosas especiales que hay que hacer y preparar, el ajetreo de los preparativos de la fiesta.
No.
Lo verdaderamente extravagante, lo verdaderamente especial, inhabitual, aquello en lo que concentro mi atención, la liturgia que me fabrico, es la de volver a sentirme embelesada.

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Y después, completados los misterios, cuando la lengua del arrobo empieza a hablar, hay que dibujarle un huerto.
Convertir lo que nos dice en semillas mágicas, y plantarlas.

Para que en año nuevo esas semillas florezcan y nos envuelvan con su fruto embrujado, un fruto que pueda acompañarnos todo el año, hasta la próxima Navidad.
Entonces plantaremos nuevas semillas mágicas.

Que quizá sean las mismas.

O quizá no.

Quién sabe.

Porque si hay algo impredecible en nuestra vida de hombres y mujeres comunes, como sucede con cualquier amor intenso y caudaloso, es qué milagros nos sucederán después de dejarnos seducir por lo maravilloso…

 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: estrellas de cristal.

Dory habla balleno

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