es aún más fácil
A menudo, sobre todo en ciertas épocas de la vida, en los momentos de crisis o de cambio, en los momentos de clausura de ciclo, o cuando abrimos las puertas a una etapa nueva, nos hacemos preguntas sobre los acoples entre nuestra vida afectiva y nuestro desarrollo profesional, y también nos hacemos preguntas de balance. Nos preguntamos si nos hemos equivocado, si elegimos bien, si estamos en el camino correcto. O si hemos alcanzado el prestigio y el éxito suficientes. (¿Suficientes para qué? ¿O para quién? Esa es otra pregunta interesante).
Estos días tranquilos de Pascua, viendo una película que os recomiendo si encontráis la ocasión, me ha venido a las manos una respuesta a esa pregunta que no tiene que ver exactamente con el esfuerzo intelectual por contestarla, sino quizá, precisamente, con todo lo contrario.
La película se llama «Una pastelería en Tokio». Japonesa y firmada por una mujer, Naomi Kawase, es una de esas películas diáfanas, delicadas y luminosas que se despliega como un aria.
Tres personajes, un hombre y dos mujeres, que atraviesan épocas muy diferentes de sus vidas -adolescencia, madurez y ancianidad- se encuentran en el modesto marco de una diminuta pastelería artesanal que vende dorayakis, un pastelito tradicional japonés relleno de pasta de alubias rojas dulce.
Los tres personajes están, de algún modo, varados al fondo de sus vidas. Cada uno de ellos, por razones distintas y de peso, siente la falta de oxígeno vital que les produce su situación de estancamiento, de camino sin salida.
Los tres, cada uno a su manera, enfrentan la vida y las relaciones sin pizca de cinismo y con una ternura poco común, que en el caso de las dos mujeres añade también grandes dosis de candor e inocencia. En la más joven, aún simbiótica; en la anciana, elegida y consciente.
Toda la película está habitada por la influencia de una naturaleza animada, que habla, pregunta y cuenta historias, y que actúa a la vez como fuente y como reflejo de la inocencia de las dos mujeres.
Cada árbol susurra de modo audible, envolviendo la línea de tensión de cada personaje en un rumor de brisa. Y como si destilara de esa música de agua, en el horizonte de cada personaje va perfilándose la intuición de que el encuentro y la liberación vivificadora es posible.
La película en japonés se llama «An», el nombre de la pasta dulce de alubias rojas. No es casual, ya que en la lenta preparación de la pasta está cifrado ese secreto que es el motor íntimo de esta historia: la actitud de respeto radical ante la vida, y el descubrimiento de la vida como un ejercicio de escucha de lo maravilloso (lo maravilloso, the wonder, recordáis aquel libro sobre el que hablamos hace tiempo, The Sense of Wonder, de Rachel Carson? Ahora me doy cuenta de que son dos posturas vitales que nacen del mismo cordón umbilical).
Y no os cuento más… por si os animáis a verla.
Pero os diré ahora por qué he querido hablaros hoy de ella.
Cuando el ritmo narrativo alcanza su clímax, la anciana dice:
«¿Sabe, jefe? Nosotros hemos nacido en este mundo para verlo, y también para escucharlo.
No importa en qué nos convirtamos.
No hace falta ser alguien en la vida.
Cada uno de nosotros da sentido a la vida de los demás.»
Esa frase cae desde lo más alto del vuelo de la película como una piedra plana dentro de un estanque.
Los ecos de las ondas que produce se extienden hasta que te alcanzan a ti, que estás al otro lado de la pantalla, y te hacen vibrar como una campanita.
Porque es una frase que empieza y termina en lo que lleva dentro. No necesita ninguna explicación.
Ninguna palabra añadida.
La verdad que contiene es inmediata como un niño y redonda como una naranja.
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Está claro que ésta es una clase de verdad que hoy está en desuso.
Pero también pienso que si te gusta leer este cuaderno, es fácil que tú seas uno de aquellos en quienes el guijarro cae y resuena.
Así que aquí os dejo este regalo de Pascua, una época perfecta para cualquier regalo de renacimiento: lo más importante de todo, en este mundo nuestro donde la única gobernanza auténtica es la del paso del tiempo, más importante que el prestigio, el éxito, el reconocimiento, la riqueza, cualquier clase de poder y conquista, más importante incluso que el logro intelectual, es cómo nuestra vida da y dará sentido a la de otros.
Felices Pascuas, para todos.