encalmada invernal
Esta sensación que tengo esta semana me suena de otros años.
Sale una de la agitación de la Navidad, y es como si vinieras corriendo por un camino, al final del camino frenaras en seco al pie de un estanque y del propio impulso cayeras dentro de él. El agua está tibia, lisa y quieta como una piel. El cuerpo se suelta y se ahueca. Hay tanto silencio que se puede oír el latido del corazón.
De repente entras en una semana en la que la luz del día se estira a ojos vistas, la vuelta a las rutinas enseña su lado confortable y el reloj vital vuelve a ritmarse más pausadamente.
Las mañanas y las noches son frías, pero donde yo vivo a mediodía se despliegan cielos limpios de un turquesa radiante y casi cada día el sol entrega tres o cuatro horas de completa felicidad sensual.
Enero trae muchos días de buen mar, rasos, benignos y vigorizantes. Es el mes de las largas calmas oceánicas.
Por las tardes, cuando el sol comienza a descender, vienen los estorninos a tapizar todas las antenas del barrio. Una aguada malva se levanta sobre el horizonte hacia el este y la luz se concentra en la franja alta del cielo. Entonces ya sé que queda menos de una hora de ese sol pálido que ya no calienta.
Han vuelto los atardeceres rosas y lilas mezclados con el canto de los mirlos, inconfundible entre todos los demás, tan melodioso que te hace detenerte mientras recorres la línea de la vista buscándolos.
Quince minutos contemplando la transformación fugaz del atardecer, y luego ese momento en que parece que el mundo se apaga. Y después los pequeños murciélagos, los copos de luz de las farolas. Volver a recogerse en la calidez de casa.
Los campos más húmedos verdean de jacintos, junquillos y narcisos silvestres, ya hay violetas en los márgenes umbríos, los árboles se han quedado desnudos y están llenos de yemas oscuras y prietas. Pronto florecerán los almendros y las mimosas se encenderán con sus racimos de espuma solar.
Las noches siguen llenas de las gruesas estrellas invernales, que brillan en el aire frío como trozos de hielo. Orión, el Gran Cazador, ha ganado altura con el solsticio y resplandece toda la noche, sus cinco bellísimas estrellas parpadeando con su luz azul, rojiza y anaranjada en el profundo cielo boreal, moviéndose perceptiblemente cada noche en su viaje hacia el Sur.
A los pies de Orión, Júpiter reluce como una llama de cerilla, tan cercano que cuesta dejar de mirarlo.
Con el aliento nocturno aún apetece arrimarse al calor; las ventanas encendidas palpitan como pequeñas brasas en las fachadas de las casas, los cristales se empañan de vaho en las noches más frías, las cocinas sudan suavemente al abrigo de los fuegos encendidos.
En este lado del mundo -afortunadamente-, el cuerpo, después de tantas mesas de celebración, tiene añoranza de comida ligera y reconfortante. Entramos en un tiempo perfecto para prestar más atención a las verduras, y también para preparar cremas y sopas sencillas a la hora de la cena.
Así que ahora vienen dos sopas de esas que amainan a las fieras, hechas con fragantes setas de las que podemos encontrar todo el invierno… una hoy, y la otra la próxima semana!