el peligro
Hace frío, quizá el primer frío que huele un poco a invierno por aquí.
Acabo de encender los radiadores porque la casa está fría, es algo que pasa de un día para otro y que cada año me vuelve a sorprender: de repente un día notas cómo el calor que las horas de sol dejan dentro de la casa es absorbido por el atardecer, como si alguien estuviera sorbiendo el aliento tibio del día y soplándolo en las habitaciones de la casa después de haberlo hecho caminar sobre un corazón gélido.
El aire dentro de la casa se condensa y se enfría, el aire fuera de la casa se ahueca, se abre en un ramaje crujiente de gotas húmedas y se perfuma de humo y de leña.
Llevo muchos sin días sin escribir: los primeros, porque mi fiel y anciano Mac se descalabró. Los segundos, porque por fin llegó el momento de nuestro viaje de vacaciones. Los terceros, porque mi padre se puso muy malito. Y los cuartos, porque han pasado tantas cosas que cuesta volver a coger el paso.
Pero hoy son casi las siete de la tarde, es casi invierno, la noche es casi negra… tengo encendida sobre mi ordenador la pequeña luz que derrama un círculo amarillo sobre el teclado blanco, suena uno de esos discos de jazz con los que R. orea la tarde. Poco a poco, vuelve esa clase de calma en la que a mí me gusta vivir.
Ayer estuve viendo una versión reciente de Marcelino pan y vino.
Una versión más reciente, quiero decir, ya en color.
Y me acordé de mis 16, cuando la vida de convento me atraía.
Creo que ahora entiendo por qué mejor que entonces.
Hay algo en la poética de mis días que está más afinado cuando algo en mi ritmo diario se parece a la vida de convento.
Ordenada, disciplinada, amable.
Un poco silenciosa.
Con espacio para lo inesperado.
Basada en la consciencia y en el valor de la sinceridad, de la transparencia, de la dulzura, de la amabilidad, del sacrificio y el esfuerzo como poderes.
Hace muchos años ya, vino un año.
Era un año azul, y traía alas propias.
Yo llevaba un trajecito de chaqueta con minifalda de suave lana azul celeste y un jersey de mohair rosa, y un perfume que olía a canela y a rosas de jardín. Era muy joven aún, tenía la edad de las flores, llevaba tacones, enseñaba las piernas…
A veces, con el tiempo, los perfumes se confunden con las canciones.
O las canciones se convierten en perfumes.
La canción en este caso era «El peligro», en la versión de Revólver.
Yo tenía 31 años.
A veces huelo aquel perfume en la piel de alguna mujer que no conozco.
Y ese rapto escrito bajo una clave de olor me devuelve a aquella época como si me arrancaran de la mía.
Y otra vez estoy allí, bajo su mirada amorosa y llena de misterio, llena de incitación, llena de preguntas.
Bajo la gravidez transtornadora de saber que todo va a cambiar, quieras o no.
Y ahora, esta tarde, suena esa música y pienso en todo lo que ha significado para mí aquel encuentro, aquella ruptura de lo cotidiano, aquella raja de luz abierta en canal en la domesticidad exhausta de mi propia vida.
Con los años me he dado cuenta de que el nuestro no ha sido ni es un amor a espaldas del mundo.
Quiero decir que no es algo que acabe en nosotros mismos.
Nuestro amor es y no es un amor romántico. O mejor, no es sólo un amor romántico.
Por eso, él nunca está solo dentro de mí.
Arropada entre esas líneas que él ha escrito en mí y que son sólo suyas, está cifrada la verdadera naturaleza del amor.
Que es:
Él es él pero también es todos los cercanos.
Todos los que se ponen voluntariamente a tiro cada día, todos los que bajan de su escalón y arriman las caritas, todos los besos de topetazo.
Todos quienes fabrican día a día un deseo de intimidad, de riesgo y de cercanía.
Y estoy pensando que ésa es la sal de la tierra.
Dos personas que no tienen nada que ver, porque no hay dos personas sobre la faz de la tierra que tengan nada que ver, y deciden de repente mirarse más de cerca.
Deciden que les apetece estirar las manitas y ponerse a tiro desde la distancia corta.
Todas esas personas que te enseñan que la cercanía es posible, que se puede estar muy cerca de alguien que apenas conoces, que hay una corriente de cercanía en el mundo que lo anega todo y que podrá siempre, siempre, contra el terrible helor del lado oscuro: contra el odio, la intolerancia, la maldad, el terrorismo, la violencia, el maltrato de cualquier clase.
No sin bajas, no.
Por desgracia no sin bajas.
Pero podrá. Con el tiempo podrá.
La victoria siempre será de los pacíficos, de los cercanos, de los amorosos.
Porque no hay oscuridad que pueda ahogar el filo de luz que nace entre dos personas que deciden que quieren encontrarse.
Para mí, ése es el mayor misterio de la vida sobre este mundo.
La mayor maravilla. La más inexplicable.
Es verdad que el hombre es lobo para el hombre. Sí.
Pero es más verdad que el hombre es esa criatura milagrosa que puede recrear y revivir a otro hombre desde cero.
Y no hay color.
Compara la energía que hace falta para cada una de esas dos cosas.
No hay color.
No hagáis caso a la conclusión que nos venden barato cada día en los telediarios, a todo ese filtrado ineficiente.
Mira a esa chica que corre para sacar a un gato de la carretera.
Mira a esa persona que acabas de conocer y que es como un colacao en tu vida.
Mira a ese hermano que es incapaz de contarte lo que siente pero al que adoras porque hay lenguajes cifrados que no por eso son ininteligibles.
Mira a esa amiga que te pone un wasap para decirte cuánto te quiere.
Mira a tu padre, que nunca ha sabido decir dos palabras cariñosas juntas, y ahora pronuncia, a veces tartamudeando, esas palabras calientes, para que no quede ninguna duda.
Mira a los ojos a la gente que es capaz de mirar con amor. Que es capaz de arriesgarse a decir lo que siente. Cada uno a su manera.
No hay nada que renueve tanto.
Ah, la energía milagrosa que fluye entre dos personas que se quieren lo suficiente como para ir más allá de las convenciones, de las apariencias, que están dispuestos a asumir el riesgo de ser totalmente abiertas, de escuchar, de responder con todo el corazón. Cuánto pueden hacer una por la otra.
Alex Noble
Ahondad vuestra mirada en la búsqueda de las discretas señales del amor verdadero.
Creo que no hay adiestramiento tan valioso para la vida como ése.
Estoy segura de que comprobaréis que esas señales acompañan vuestros días como un reguero de letras elocuentes mojadas en tinta invisible.
El amor es el rey del mundo.
Y si os dicen lo contrario, no os lo creáis.