el invierno en el mar
Dicen que los meses de invierno son los mejores meses para la mar: llegan las grandes calmas atlánticas, que desgranan sobre las costas racimos de días rasos, fríos y benignos, con vientos estables y bien encarnados, maravillosos para los que aman navegar.
Es invierno y estamos en el mar.
El mar del invierno con sol: ancho y liso, rociado de lentejuelas, partido por largas franjas plateadas. Más allá de las rocas y de la bocana, los barcos navegan en la calma radiante del mediodía.
Comida de fonda. El ambiente caldeado y confortable que les crece a los bares en invierno.
Y ahora toda la tarde para olfatear el mar, para vagabundear y para mirar cómo el mar se pone y se quita los colores del mundo.
Andamos hacia el pantalán exterior, despacio, paladeando el aire dorado y crespo, el frío en la cara, el cielo como un lienzo iluminado de azul.
No tenemos ninguna prisa, estamos casi solos en el puerto, y nuestro trabajo de este día es simplemente estar aquí.
Andamos cogidos de la mano, sonreímos por dentro y por fuera, tenemos los pulmones llenos del vigor feliz del mar. Cruzamos más besos que palabras.
No nos hace falta ninguna otra cosa.
Aquí he aprendido muchas cosas valiosas.
Ahora sé reconocer el curso de la noche por la intensidad del azul y por la posición de las dos pequeñas estrellas en los perfectos triángulos celestes que delimitan las escotas con el estay de proa.
Sé poner nombre a los vientos y a reconocerlos por su olor y por cómo son sus dedos cuando me tocan las mejillas.
Mirando a los pescadores bregar con los remiendos de sus redes, he aprendido que debo recodar esa concentración relajada, ese desapego que exhalan a la vez que el humo de sus cigarros. Como si acabar la faena no fuera lo más importante, como si ni el mundo ni la vida fueran finalmente a llegar a sitio alguno de provecho.
Estoy aprendiendo a predecir las transformaciones del mar.
Pero sobre todo, aquí he aprendido a contemplar. He aprendido a vivir sin planes.
Dentro de un rato el cielo se abrirá como una fruta y se llenará de zumo rosa y malva, el aire se ablandará y se pondrá tierno como una piel muy joven, y nosotros nos sentaremos en la escollera a ver resbalar los jugos del cielo sobre la balsa nacarada de la mar.
Cuando la luz se caiga de repente, durante unos minutos vendrá como una pena sobre el puerto.
Pero casi antes de poder nombrarlo, ese momento de ceniza que inquieta a los animales se adensará de noche, y el cielo se volverá a llenar de violeta vibrante y de azul ultramar.
Se encenderá el faro y las luces de la bocana, y el puerto entero empezará a latir bajo el delicado vaivén de sus pulsos de luz.
Ha venido la noche sobre el mundo: cenaremos un bocadillo de calamares, crujiente y calentito, miraremos un rato las estrellas acurrucados en la popa y luego nos acostaremos en el camarote de proa bien tapados, envueltos por el silencio hospitalario de la noche.
Encenderemos las pequeñas luces y leeremos un rato. El puerto entero se ha convertido en una canción de cuna, se nos cierran los ojos. Nos pegaremos uno a otro, yo enroscaré mis pies entre los suyos y nos quedaremos dormidos mirando las dos estrellas que titilan como trocitos de hielo a través de la escotilla de la cubierta, junto a las escotas azules del génova.
Vendrá un sueño tranquilo entreverado con el crepitar del agua junto el casco, subiendo hasta el oído, como puñados de copos crujientes deshechos entre los dedos o hileras de burbujas efervesciendo sin parar.
Dormir en esta cuna, mecida por la brisa nocturna, sintiendo el balanceo rítmico del barco como la respiración nocturna de otro cuerpo amado.
Quizá me despierte de madrugada, sólo un poquito. La brisa está fría y cuajada de humedad, una luz verdosa cae del cielo como una aurora de otra tierra; las olas rompen contra el muelle, confiables. Pongo varios nombres secretos a esta felicidad, sonrío enredada en los hilos del último sueño, me arrebujo en las mantas, me vuelvo a dormir.
Cuando vuelva a abrir los ojos será de día. Una luz casi blanca entra por la escotilla, se oyen drizas agitándose. Abro los ojos, huelo el camarote y el cuerpo que duerme junto a mí. Sonrío. Recuerdo. Asomo la cabeza. Destello de luz. Sopla un enérgico viento del oeste que hace vibrar el mar y lo llena de franjas esmeraldas y turquesas.
El perfume del sol gravita sobre el agua como una lámina de vapor.
El barco reluce bajo la transparencia del poniente.
Recogemos, nos despedimos del muelle, de las rocas bermejas, de las luces de la bocana, de los sonidos del puerto, de los gritos de las gaviotas, de la hipnótica piel del mar, del olor a salitre y a madera aceitada, del silencio y de nuestro barco.
El día se ha pasado como una pluma, como una cortina que se descorre a la luz, iluminando lo que toca.
Y ha dejado un rastro de perfume a naranja de invierno…
Y ahora cogeremos el coche, volveremos a casa, y pondremos al fuego una olla de invierno, tan sencilla y sabrosa como un plato de pescador.