despedidas y no-despedidas
Guardo cama dos fines de semana seguidos: veo mucho cine, leo más de lo normal.
Veo una película francesa, «Antes del frío invierno». Uno de los protagonistas es neurocirujano y va a operar de un tumor cerebral a una mujer. La mujer no tiene familia. El día antes de la operación le dice al médico que quisiera contarle algo, y le cuenta la historia de sus padres y sus hermanos, muertos durante la ocupación nazi.
Desgrana sus nombres, uno detrás de otro, como una letanía. Cuando termina le dice que nunca le ha contado eso a nadie, y que tiene miedo de que si ella mañana muere, nadie pueda recordar nunca más sus nombres.
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Leo un libro de Yasmina Reza, un libro que habla mucho de su padre muerto, de otros amigos muertos, de la vejez, del paso del tiempo, de la desaparición de la vida en el tiempo, y que habla de todo eso con una lucidez desgarradora que no es propia de la edad que ella aún tiene…
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En otro libro que estoy leyendo James Salter escribe esta frase antes de que la novela comience: «Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales».
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Un amigo muy querido me dice uno de estos días mientras tomamos un café que le impresiona la forma en que mi padre está presente en lo que escribo, me dice sonriendo que sin conocerlo apenas, lo ha visto tanto a través de mis fotos y de mis historias en todas las épocas de su vida que es casi como si lo conociera…
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Como si todas esas pequeñas piezas estuvieran imantadas y hubieran ido atrayéndose unas a otras hasta juntarse, comienzo a percibir un dibujo translúcido que da sentido a lo que siento estos días.
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He estado releyendo la correspondencia con mi amiga Merxe, estos últimos seis años de correos a distancia.
Leo y sonrío; son correos llenos de una vida fuerte y sápida, pespunteada de ilusiones cotidianas.
Si hay algo que no tienen es una pizca de rutina, de queja, de aburrimiento.
Están repletos de emociones, de alegrías, de regalos, de planes de futuro cercano. Contagian una sensación como de verano feliz. Merxe tenía eso, era un poco como el espíritu del verano feliz.
Los leo y sencillamente no me hago a la idea de que esa voz poderosa y llena de pasión por cada cosa pequeña no está ya, no esta aquí ya.
Los leo y la oigo pronunciar lo que ha escrito, con su vocecita cantarina, hecha de complicidades y de cascabeleos.
Es algo a lo que sencillamente no consigo acostumbrarme.
O quizá sería más exacto decir que me resisto a acostumbrarme.
No quiero acostumbrarme a eso.
Y estos días, mientras buscaba fotos antiguas y releía todos esos recuerdos, me he dado cuenta de que no es nada malo sentir eso; de que es mejor así.
Que es más real sentir que no es posible acostumbrarse, y dejar que siga existiendo para mí.
Como si no hubiera pasado nada. Como si sólo estuviera un poco más lejos.
Como dice Salter, «todo es un sueño»… Esto también…
Así que aunque no esté, sí está, y he decidido que está muy bien así.
Decía el poeta serbio Vasko Popa que los poetas escriben porque no desean morir.
No desean morir, y no desean ver morir a los seres humanos que los rodean.
Convierten el mundo en un poema para rescatarlo en ese poema.
Y me digo a mí misma que sí, que por eso el hombre ha contado historias desde siempre.
Para pelear contra la muerte. Contra la desaparición. Contra la nada.
Contamos nuestra historia y la de los nuestros para preservarla.
Y también la de quienes no fueron nuestros pero nos han tocado, se han cruzado con nosotros, nos han hecho levantar los ojos.
Ésa es la verdadera razón, la más profunda.
Como la mujer que recitaba los nombres de sus queridos, dejándolos caer sobre la memoria de su médico como quien encomienda un secreto a un amigo.
Para que lo proteja. Para que al protegerlo con su memoria, lo mantenga vivo.
Esparcimos nuestros recuerdos más queridos, soplamos sobre ellos como sobre esas semillas que vuelan en otoño colgadas de borlas de pelusa.
Para darles un sendero de vida más allá de nosotros, un camino que nos sobreviva a nosotros mismos.
Escribimos para que las cosas que hemos amado no se acaben nunca.
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Hay un poema muy hermoso de Salazar Bondy que dice: «…esto es lo que celebro de la amistad, lo que brilla en mi persona si alguien me llama por mi nombre.»
El nombre, ese símbolo que encierra todo el universo de lo que uno ha sido.
La emoción de pronunciar un nombre amado, un acto cotidiano que en los momentos trascendentes de nuestra vida podemos percibir con toda su explosiva carga de conjuro.
Pronunciamos un nombre amado en voz alta para obrar un embrujo. A veces, una resucitación.
En voz alta.
Para que ese cuerpo se levante de nuevo, y brille, brille con toda su luz ante nosotros, como antes, como siempre.
Para que la ondulación de nuestra voz que lleva sobre ella esa palabra mágica descanse en otros pechos, y otras voces pronuncien ese nombre en voz alta, como un eco que pueda alargarse hasta el final del tiempo.
Yo seguiré pronunciando tu nombre, bajito, cuando esté sola, y tú acudirás a la llamada, día tras día, año tras año. Mientras yo recuerde tu voz y tu nombre, te llamaré y tu cuerpo seguirá irguiéndose con toda su dulce carnalidad, perfecto, puro, a salvo ya de todo.
Y algún día, algún día, alguien de tu sangre llevará ese nombre que ahora es solo tuyo, y tus ojos alegres nos lanzarán guiños desde otros ojos infantiles…
Y quizá nosotras, las mujeres de tu vida, aún tengamos tiempo de enseñarle a beber té, a coser, a hacer pan y a plantar flores.
Y de contarle que su nombre es un regalo.
La herencia de una mujer luminosa que estaba hecha con el espíritu del verano feliz, y que, a pesar de todas las apariencias y de los años que habrán pasado, no ha estado lejos de nosotros ni un solo día.
p.d.: mi querida Mer, hoy es 20 de agosto de 2020. Han pasado 5 años. Increíble, pero sí, cinco años ya. Y puedo decirte con alivio y felicidad que aún recuerdo perfectamente tu voz. Tu vocecita cantarina aún cabrillea dentro de mi cabeza con la alegría del agua. Estás en tu propio camino, más lejos que entonces; siento que ya has vuelto a emprender tu propio camino. Y ya estás con Julián. Ahora vivís de nuevo a dos. Pero sigues volando a mi alrededor, muy alto, ligera, etérea y dorada. Como un águila. O como un ángel que de vez en cuando se acerca a la Tierra, ¿verdad?