all you need is love
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Yo tenía siete años y en la tele esa Navidad hacían aquel anuncio de las muñecas de Famosa.
Era 1970, y yo había pedido un «detodo» para mi Nancy.
Mi Nancy con melena castaña y ojos color miel, la primera, que había llegado para quedarse el año pasado, 1969, el primer año que se vendió con complementos.
El anuncio era encantador, la inocencia de los niños que cantan es a todas luces genuina (no hay mas que ver cómo vocalizan ;) ) y el anuncio caló hasta tal punto en la conciencia navideña colectiva que se convirtió en un villancico más de los que se cantaban cuando la ocasión lo demandaba.
Probablemente, con El Tamborilero, Arre borriquito, Campana sobre campana y Los peces en el río, estaba en el top-cinco de lo primero que te venía a la boca cuando tocaba arrancarse. Han pasado casi 50 años y aún hay varias generaciones de ex-niños que pueden cantar la letra completa de memoria.
Dejando a un lado el tamaño colosal de semejante acierto comercial, creo que el anuncio ha sobrevivido al paso del tiempo en la memoria de la gente por su poder de convocar y expresar de forma concentrada algunas cosas buenas, de un modo nada pretencioso.
El niño Jesús de iglesia con cara de santito en miniatura en su pesebre de paja entre las grandes figuras de belén, con su ángel de la anunciación en medio de un ingenuo rompiente de luz.
Los niños vestidos con los disfraces de pastorcitos que nos poníamos para la fiesta de Navidad del último día de cole, bien abrigados con pellizas y gorros, recordándonos que en aquellos inviernos aún hacía frío del bueno; las bufandas de grueso punto de media tejidas por las abuelas, con sus borlas y sus flecos.
La pandereta de madera y la zambomba de aquellos tiempos anteriores a la invasión del plástico, cuando todas las bolas del árbol eran de cristal, el espumillón eran unas tiritas famélicas y las estrellas del árbol eran de cartón gris y estaban recubiertas de purpurina pegada que se soltaba un poco si la manoseabas demasiado.
Las caritas de los niños de seis-siete años, esos niños que hoy llevan móviles, hablan entre ellos como si tuvieran 18 y juegan con consolas a juegos que entonces hubieran parecido inimaginablemente sofisticados e impropios para su edad, y que aquí sin embargo siguen teniendo aura de niños.
Un aura silvestre, traviesa, que brilla suavemente con el candor de la ingenuidad auténtica.
Eso nos sorprende y nos cautiva.
Todo ese cóctel de símbolos sencillos y bondades pequeñas lo ha convertido en un icono de la parte más luminosa de la sociedad (no tan luminosa) de hace medio lustro, y precisamente por eso, quizá, ha mantenido su hechizo con tal rotundidad.
Para mí aquellos años no fueron buenos, creo.
En las fotos de mi padre tengo el aspecto de ser un patito entre cisnes. Un poco acongojada. Como aplastada por alguna cosa. Como amedrentada. Me imagino que la llegada al cole debió de ser difícil para mí, que era una niña solitaria y tranquila, que toleraba mal la vida en grupos grandes y peor los retos de las nuevas exigencias, los nuevos códigos y las nuevas amistades.
Compensaba aquella clase de pequeño sufrimiento silencioso volcándome a la vuelta del cole en mi mundo de muñecas. Las muñecas a las que yo miraba con amor cada día, y que me devolvían cada día esa mirada de amor que me costaba tanto encontrar en otro lugar en esos años, eran las muñecas del anuncio, las muñecas de Famosa de los años 70: Nancy, Godin, Eliane, Kiko y Kika…
Hace unos años empecé, sin saber muy bien por qué, a buscar las muñecas que había tenido en aquellos años.
Empecé por las que aún estaban en casa de mi madre. Las rescaté del polvo, las recosí, las lavé, les puse mascarillas en el pelo: las dejé tan radiantes como yo las recordaba.
Después fui buscando en internet las que se habían perdido, a veces siguiendo la pista de los nombres que aparecían en las cajas de regalo de las fotos Navidad de mi padre.
Durante varios años han ido llegando, y yo las he ido acomodando, todas juntas, en la estantería de un cuarto muy pequeño que ahora no tiene un uso definido.
Me gusta sentarme en el suelo de ese cuarto de vez en cuando y mirar a las muñecas, mirar los libros de cuentos de los estantes, mirar la luz de la ventana sobre ellas.
Es una especie de ritual que me devuelve la tranquilidad siempre que lo necesito, que me hace detenerme en un lugar inmóvil y plácido, y sonreír sobre cualquier otra cosa que esté pasando.
Hace muy poco tiempo entendí por qué: por qué me devuelve la calma, por qué he buscado y juntado esas muñecas.
Sin saberlo, estaba reconstruyendo la escena del bosque.
Esa escena donde el cazador al que la madrastra ha encargado matar a Blancanieves no puede hacerlo, pero no tiene más remedio que abandonarla en el claro del bosque, rogándole que corra y que se esconda, y que no regrese nunca más.
Es noche cerrada, el bosque está lleno de sonidos amenazadores y ella se ha quedado completamente sola, no sabe qué hacer ni hacia dónde correr, tropieza con todo y siente que manos terroríficas le estiran de la falda y de los brazos… Blancanieves cae al suelo aterrada y se echa a llorar.
Pero cuando, exhausta pero más tranquila, levanta la cabeza, de repente percibe una miríada de pares de ojos posados sobre ella.
Hay un momento de expectación.
Y resulta que no son un coro de monstruos dispuestos a devorarla.
No. Resulta que son pequeños ojos amistosos que llevan detrás cuerpos de animalitos que se le van acercando, avanzando despacio, dando pasitos confiados.
La mirada tierna y alegre de los animalitos devuelve a Blancanieves la confianza en el futuro, una perspectiva posible de sí misma, ahora que ha perdido cualquier reflejo de amor en el que pudiera haber confiado antes.
Y eso es lo que yo estaba haciendo: en aquel tiempo esas muñecas fueron para mí el círculo de animalitos en el bosque oscuro, y ahora yo estaba reconstruyendo esa escena.
Seguramente porque en el camino que estaba recorriendo a tientas, me había llegado el momento de entender aquello, aquella fase oscura de mi infancia que tiene tanto que ver con lo que soy ahora.
Las muñecas me miraban con sus ojitos dulces y silvestres, amorosos, siempre amables, siempre alegres, siempre ahí, desde su estantería. Yo estaba sentada en el suelo, y ellas estaban por encima de mí. Eso recreaba la relación de tamaños de mi infancia. Ellas parecen más grandes, yo más pequeña.
Eso me explicó también por qué no he buscado todas las muñecas de mi infancia.
Siguiendo un instinto que no terminaba de entender pero que sonaba claro como una campana, aunque encontré todas las muñecas, no las quería todas.
Y sabía cuáles quería volver a tener y cuáles no.
Resultó que sólo buscaba las que tenían esa mirada que tan bien consiguió Famosa en esos años. Esa mirada que podía sentirse como una confiada mirada de amor.
Hoy es Navidad.
Las muñecas de Famosa que viven en la intimidad mágica del pequeño cuarto me recuerdan hoy esto: en este siglo líquido la única Navidad que existe es la de cada uno.
La que cada uno crea, inventa, compone, entrega. Regala.
Y como ellas hicieron conmigo entonces, en aquellos años de prueba, y me han enseñado a hacer ahora, en estos años de madurez, no hay nada más navideño que la mirada del amor.
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Ala, ir a buscar a alguien, y miradle con amor.
Con amor del bueno. Como el de los niños muy pequeños, que aún no saben nada.
O como el de las mujeres de mi edad, que ya lo saben casi todo.
O como el de las muñecas de Famosa, que hace 40 años también sabían ya todo esto.
Id. Id corriendo.
Porque no hay nada más importante.
Id, buscarlo, y miradle así. Enseñad vuestro amor.
Regalad la imagen más navideña que existe: la de unos ojos que te están viendo, a ti, a eso milagroso que tú eres, y te están mirando con amor.
Muy Feliz Navidad para todos.
Las muñecas de Famosa. 1970. Anuncio.
Blancanieves en el bosque oscuro
Blancanieves descubre a los animalitos
Muñecos de Famosa que aparecen en la foto, en este orden: Nenuco, Chiquitín y Chiquitina, Mimi, Godin, Nancy.
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Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: Christmas Eton Mess.