lo que nos han contado
· lo que nos han contado ·
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Desde finales de 1700 se han ido escribiendo acalorados fragmentos de pensamiento que giran en torno a la influencia que la forma de la lengua materna puede tener sobre la forma en que las personas perciben el mundo.
¿Son la realidad, el pensamiento y el lenguaje tres cosas separadas que entran en relaciones objetivas cuando se juntan, o más bien unas son capaces de cambiar la forma real -si es que existe una forma real- de percibir las otras?
Tengo un amigo que tiene la costumbre de pensar dentro de la misma frase en más de una lengua, algo que a mí me resulta chocante, porque yo soy un caso exagerado de lo contrario. Hoy me ha mandado un artículo que hablaba de una serie de palabras japonesas que describen experiencias sensoriales, emocionales o intelectuales que no tienen una traducción directa en español, en el sentido de que no disponemos de una sola palabra que permita hacer la conversión directa desde la palabra japonesa.
Nosotros tenemos que «describir» esas experiencias mediante una frase. No son, sin embargo, experiencias que puedan resultar completamente ajenas a un español. Sin embargo, el idioma no dispone de una sola palabra, una palabra exacta, que codifique de forma explícita y unívoca ese contenido semántico, esa «vivencia».
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Hay que pensar que si los japoneses sí disponen de ellas será porque las vivencias en cuestión forman una parte importante, ya sea por esencial, por recurrente, por inmanente, del conjunto de experiencias vitales cotidianas que un japonés desearía poder comunicar, compartir, explicarse a sí mismo, y por tanto, nombrar.
Encontramos aquí pues una prueba intuitiva de esa diversidad de cosmovisión que las diferencias entre las lenguas reflejan.
No es un tema que me venga de nuevas. Ya había leído aquello de todas las palabras que tienen los gallegos para identificar todas las clases posibles de su adorada lluvia, la expansibilidad intraducible de la palabra saudade o las diferencias entre lenguas para catalogar la experiencia de la percepción cromática (¿esto es amarillo o es naranja, es verde o es azul? y cómo las etiquetas que cada lengua da a los colores afectan a la percepción que tenemos de ellos. Aunque la demos por sentada, la experiencia del color no es universal).
O el lenguaje de la nieve de los sami y las 40 palabras para describir la nieve del finés*:
Hace un frío espantoso -18 °C bajo cero-, y está nevando. En el idioma que ya ha dejado de ser el mío, este tipo de nieve se llama qanik: grandes cristales, casi ingrávidos, que caen en forma de copos cubriendo el suelo con una blanca capa de escarcha en polvo.
La señorita Smila y su especial percepción de la nieve, Peter Høeg
(¿Y qué me decís de las palabras españolas sobremesa y siesta? :)
¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?
¿Es la lengua, el aprendizaje infantil de una lengua concreta -el hecho de que dichos conceptos se aprendan cuando se aprende a hablar por disponer de una palabra que los designa- lo que introduce las vivencias que nombran en nuestra vida cotidiana, o es al revés?
¿Es el hecho de que una comunidad comparta de modo cotidiano determinadas vivencias sensoriales, experiencias vitales, lo que hace que exista en su lengua una palabra para describirlas?
Es difícil saberlo, y en lingüística hay teorías para todos los gustos, si bien lo que se llama hipótesis débil* de Sapir-Whorf, que reconoce la influencia de la lengua en el modo en que el pensamiento se estructura, está muy extendida y se considera altamente probable.
Lo que está fuera de toda duda es que realidad y lenguaje están unidos de forma inextricable de la vivencia humana: su relación no es higiénica, instrumental y ordenada, sino apasionada, confusa y profundamente sexual, por así decirlo.
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Esto explica por qué la lengua materna representa para la mayoría de las personas una categoría sagrada. Algo que va mucho más allá de la función instrumental, comunicativa, de relación y supervivencia que desempeña cualquier lengua. La lengua materna es nuestro primer relato, el relato que contiene nuestra propia forma generatriz. La vasija originaria.
Y en efecto, nos suena a obvia la relación entre esas palabras extraordinarias en las que cada comunidad resume con precisión y exquisitez una vivencia compleja, y la constelación de sentimientos y emociones valiosos en la cultura experiencial de la comunidad en cuestión.
Esa cultura experiencial existe; igual que las personas tienen un carácter, una constelación de repeticiones y coherencias organizada de una forma concreta, los grupos desarrollan, por idénticos mecanismos, esas mismas constelaciones.
Y lo que tienen detrás estas constelaciones experienciales, tanto en el caso del carácter personal como en el de los grupos, sean de la clase que sean, es una narrativa.
Un relato.
Relato, que es otra forma de hablar de una lengua: una forma de describir, de codificar el mundo.
Preguntad a vuestros amigos cuál es su palabra favorita de su lengua materna. Difícilmente os sorprenderá el resultado.
Cada vez creo con más fuerza que éste es el corazón del mundo, de nuestro mundo.
El lenguaje que hemos aprendido no es sólo nuestra lengua materna.
También es el lenguaje de los relatos sobre el mundo, de la cosmovisión de nuestros padres, de nuestros amigos, de nuestras figuras de autoridad. Una cosmogonía. Una mitología.
Es el lenguaje heredado con el que hemos hilvanado nuestra historia y con el que hemos rellenado los huecos de la historia, las cosas que no podíamos saber ni entender.
A menudo es el lenguaje de la culpa, de la venganza, de la inseguridad, del narcisismo, del orgullo, del miedo, de la desigualdad, del clasismo.
Es el lenguaje de la fidelidad, del deber, de lo prohibido, del valor, de lo deseable.
Con suerte, también habrá sido el lenguaje de la compasión, de la curiosidad, de la generosidad, de la iconoclasia.
Todos esos argumentos que hemos absorbido como una esponja bebe agua, sin ser conscientes de que lo hacíamos.
Las historias sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos han contado, y que nosotros nos hemos seguido contando a nosotros mismos.
Qué importante es tener la suerte de tropezarte con alguien capaz de ofrecerte relatos nuevos. Más completos. Más ricos. Más auténticos. Mejores.
Con alguien que te impulse a preguntarte de quién son los relatos que componen la que piensas que es tu historia, quién los ha escrito.
Que te impulse a revisarlos, a desecharlos, a escribir los tuyos propios. A elegir con todo detalle tu propia cosmogonía. Tus leyendas. Tus relatos de valor. Tus dioses.
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La independencia poderosa, la soberanía feliz, sobre todo la de las mujeres, siempre viviendo la vida de otros, empieza y culmina con esa escritura.
Porque las personas somos sobre todo una constelación organizada, un cúmulo de sentidos.
Si cambias la organización, el relato que le da forma y orden a esa constelación, lo cambias todo.
Ese grupo de estrellas ya no formarán la Osa Mayor, sino el cazador Orión.
Si unes las piezas de otro modo, si cambias el relato que hay detrás, el que les da la forma por la que tú las reconoces, lo cambias todo.
Si le haces ver a un niño que su madre no le quiere no porque él no se lo merezca, sino porque es ella la que tiene un problema, toda la vida del niño cambia.
Como un conjunto de piezas magnéticas que se reorientan por el cambio de posición de un imán, la constelación de significados que da forma a su vida se alterará drásticamente y le permitirá salir de su desolación hacia un destino nuevo.
Es el mismo niño, la misma madre, la misma vida cotidiana.
Y sin embargo, todo cambia.
Las mismas estrellas. Nuevas constelaciones.
Por eso pienso ahora que como mujer, uno de mis trabajos más importantes es revisar mis historias.
Todas las historias.
Las que me contaron.
Sobre el mundo, sobre mí misma.
Las que me creí.
Las que después yo me conté (y me cuento), como una niña que se canta nanas a sí misma.
Revisar toda esa narrativa minuciosamente, bajo una luz animosa y nada misericorde: con unas tijeras alegres y afiladas en la mano.
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Así, hoy corto esta parte de la historia, mañana aquella otra. Y remiendo con nuevas puntadas, flores bordadas, boquetes de luz solar.
Imagino que puedo ser la que aún no he sido y me gustaría ser. Me cuento historias nuevas a mí misma.
Desmiento que yo sea una constelación fijada por nadie y para nadie, y cada día pulo y renuevo lo que soy.
Quizá algún día me sienta como uno de esos guijarros de río, cantos rodados pulidos como cristal, limpios, esenciales. Terminada.
Pero de momento no.
Aún no.
Aún tengo mucho que cortar.
Que recoser. Que recontar.
Muchos cuentos nuevos que escribir. Mejores que algunos que me dieron.
Una lengua nueva que aprender encima de la mía. Una que no es de nadie y es de todos.
Con algunas palabras inexistentes, que tomaré prestadas de otras lenguas afectuosas.
Waldeinsamkeit.
Kilig.
Meraki.
Tiam.
Mamihlapinatapai.
Komorebi.
Cafuné.
Naz.
Yakamoz.
Hyggelig.
Wabi-sabi.
Aware.
Gökotta.
Yügen.
(Mi palabra preferida del español es epifanía. ¿A quién le extraña?)
·las palabras amables·
Waldeinsamkeit (alemán). La sensación de estar a solas en medio del silencio de los bosques.
Kilig (tagalo). La sensación de tener mariposas revoloteando por el estómago.
Meraki (griego). Entregarte con todo tu corazón a algo, como cocinar, y hacerlo desde el alma, con creatividad y pasión.
Tiám (farsi). El destello en tus ojos cuando acabas de conocer a alguien.
Mamihlapinatapai (yámano). Una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra haga algo que ambos desean pero que ninguno se anima a empezar.
Komorebi (japonés). La luz que se filtra entre las hojas de los árboles.
Cafuné (brasileño). Acariciar con ternura el cabello de quien se ama.
Naz (urdu). El orgullo y la seguridad que da saber que alguien te ama incondicionalmente.
Yakamoz (turco). El reflejo de la luna en la superficie del agua.
Hyggelig (danés). Un sentimiento de felicidad sensual que surge al compartir tiempo con amigos en un ambiente cómodo, cariñoso seguro y acogedor.
Wabi-sabi (japonés). Ver la belleza en las imperfecciones como una manera de aceptar del ciclo de la vida y de la muerte.
Aware (japonés). La añoranza agridulce de un momento fugaz de belleza trascendente.
Gökotta (sueco). Despertar por la mañana con el propósito de escuchar el canto de los pájaros.
Yügen (japonés). Conocimiento del universo que evoca sentimientos emocionales muy profundos, demasiado misteriosos para ser contenidos en palabras.
Saber más:
*Está extendida la leyenda de que el inuit dispone de más de cien palabras para hablar de la nieve. No es exacta: lo que sucede es que el inuit es un lenguaje polisintético, que añade sufijos a una misma raíz. Sin embargo sí es cierto que el finés dispone de hasta 40 palabras para catalogar las diferentes clases de nieve.
La hipótesis fuerte de Sapir-Whorf está ampliamente descartada. La hipótesis débil formula que existe, no ya un determinismo, sino una influencia de la lengua sobre la percepción del mundo.
La llegada o cómo el lenguaje construye realidades
El lenguaje transforma nuestra percepción del mundo. PijamaSurf.
Cambia tus hábitos cambiando tu historia.
Lost in translation. Ella Frances Saunders. El zorro rojo.
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Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: panquemado slow.
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