savia de amor
Días pascueros. Apretadas cadenas de nubes violáceas avanzan atropelladamente sobre el cielo, como gruesos grumos de algodón frío. Sopla un viento desapacible que barre la ciudad con una insistencia que eriza la piel. Un viento que hace que el espíritu se sienta un poco como cojo, como si le faltara un pie, o como huérfano. Pienso que es un viento que trae presagios dudosos, pero no es verdad, claro, los presagios dudosos son los míos, los de estos días un poco inquietantes en los que ando metida.
Nos hacemos mayores y hay épocas en que los problemas parecen multiplicarse como hongos bien cuidados. Tampoco son problemas como los de antes, cuando éramos jóvenes, o cuando los niños eran pequeños. Creo que era Maruja Torres la que decía que en su opinión, y llevando la contraria a los superoptimistas que ven la vejez como una edad dorada de sabiduría, hacerse viejo no es fácil, no le sale bien a todo el mundo y conlleva un montón de cosas ineludibles que no tienen nada de romántico. Yo tengo ya esa edad en la que lo voy comprobando. Los que nos criaron, a quienes conocimos mientras crecíamos, ahora están en esa edad de las cosas ineludibles.
Y en efecto, muchas de esas cosas no son nada románticas. No sólo se envejece y se hace sabio uno, que también, o al menos es cierto que hay quien sabe envejecer de esa manera pacífica y luminosa. Además de eso, las personas que nos importan enferman, se deterioran, se desquician. Se van.
Y cuando toda una batería de preguntas nuevas nos llama a la puerta, a menudo sucede que no tenemos la menor idea de qué hacer con ellas.
Porque tenemos cuarenta, cincuenta años, pero ¿qué hemos aprendido sobre el amor que no es romántico? ¿ese amor tan necesario para mantener el mundo en pie y que sin embargo no parece compensar en absoluto?
El amor complicado. El amor que cuesta esfuerzo. El amor que nos exige abrir los ojos y hacer algo cuando lo que queremos es cerrarlos, recuperar el aire que nos falta, olvidarnos, no hacer nada y marcharnos lejos.
La del amor pesado que sin embargo lo reverdece todo, la fuerza que más cuesta y también la que más puede contra y sobre todas las cosas. Esa corriente más poderosa que la famosa evolución de Darwin.
La Pascua no es mal tiempo tiempo para pensar en eso.
Recuerdo que las Pascuas en las que iba a cumplir 15 años tenía un trabajo que hacer sobre la Pasión (estudié en un colegio católico). Siempre me ha gustado leer, y siempre he sido bastante librepensadora, aunque eso lo entendí muchos años después, y esas Pascuas yo me marchaba a los acantilados del pueblito de Castellón donde nos íbamos en vacaciones, a «los cañones», en Benicasim, con mi bici, a solas en un paisaje vacío que sin embargo era inofensivo, y allí, apoyada contra un roca y empapada de rumor de oleaje bravo, me leí los Evangelios completos y me hice algunas preguntas interesantes. Leí los Evangelios (sólo los canónicos, por supuesto, es preciso decirlo), como quien lee una novela. Una parte buena de este asunto era que leídos así resultaban realmente absorbentes. Otra parte buena era que, como en cualquier otra novela, una se sentía libre de dejar que las piezas ocuparan el lugar hacia el que mostraban una tendencia natural a ir.
En el Evangelio de Juan, contando los antecedentes de la Pasión, había una frase que me llamó poderosamente la atención: “Juan, el discípulo al que Jesús amaba…”
Esto, se supone, lo escribe el propio Juan. Ésa es la parte sorprendente e inspiradora del asunto.
Qué pena no poder saber más de esa historia, esa pieza diminuta que flota dentro de su texto como una diminuta gota de aceite en un estanque.
Quizá Juan me hubiera podido explicar el secreto que yo voy buscando estos días: cómo entrarle al quite al amor difícil, a ese amor que no se parece en nada al de las pelis.
Acabo de volver del Delta del Ebro. Largos cielos azul perla que se confunden con el horizonte del mar. Agua dulce y salada que se mezcla blandamente en extensas balsas nacaradas.
Silencio. Humedales que desprenden un vaho palpitante.
Hay toros paciendo en los campos rezumantes de agua, rodeados de garcetas blancas.
Negros cormoranes que vuelan como con esfuerzo, majestuosas garzas reales, patos mandarines, fochas, gallinetas, cigüeñuelas, gaviotas reidoras, flamencos rosados que duermen con la cabecita bajo un ala, mientras se les vuelan las plumas de los flancos, como delicados plumeros de mohair sonrosado… y de repente se desperezan y emprenden el vuelo, levantando en el aire su perfil extravagante.
Tierra extraña… aquí recuerdas que el mundo sigue siendo muy grande, y muy libre…
Una de las las mañanas llegamos a un “ullal” (afloramiento de agua dulce). Es temprano, todo está en silencio. El ullal tiene nombre de Rey Mago, Ullal de Baltasar. Como en los lugares de los cuentos, un clima reverente se extiende alrededor del agua, una barrera de trinos de pájaro la protege del exterior. Durante unos minutos el tiempo asciende y gravita sobre nosotros cuando entramos en él.
Ando hacia el pequeño ojo de agua, que reluce oscuro entre las raíces retorcidas como un espejo vivo en el que pudiera mirarse la madrastra de Blancanieves.
Recuerdo los lugares mágicos de los cuentos que he leído: el refugio boscoso y sagrado tras el río en Puente hacia Terabithia, el rincón florecido de El jardín secreto, el pozo de Blancanieves, que también es un espejo hacia el interior de una misma…
Y me doy cuenta de que yo también tengo una pregunta que hacerle a este espejo mágico:
¿cómo se ama aquello que una querría olvidar?
No espero una respuesta. Aún no. Pero llegará. Todo llega. Eso espero.
Felices Pascuas, amigas y amigos. Mirad las nubes, abrid una pequeña puerta a las preguntas que os estorban, y dejad que las voces mágicas de este clima contradictorio os encaminen hacia las respuestas. Y como no podía ser de otra manera, para equilibrar toda esta imaginería zozobrante, hoy haremos un dulce, un dulce muy mediterráneo, maravilloso y absolutamente reconfortante: un contundente bizcocho de almendra bañado en almíbar de naranja…