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Escrito por el Mar 1, 2016 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: estado de gracias, pureza, vivir enamorado

enamorarse

Con el amor a veces pasa como con el viejo viento del Norte.

Llega sin previo aviso, te golpea, te derriba.
Y sin embargo, no hay viento al que una mujer cabal no consiga acostumbrarse, por mucho que aúlle.

Pero que sepas cabalgarlo no quiere decir que no te crezca la curiosidad.

¿Ese viento, de dónde viene? ¿por qué se mantiene vivo tanto o tan poco tiempo? ¿Y qué es ese perfume que trae sobre los hombros?

Con mis 15, 18, luego quizá 20, el amor era casi todo para mí. Como aquello que cantaba Serrat en Palabras de amor.

Desde que la puerta se abrió por primera vez, esparciendo su abanico de luz sobre los días corrientes de patatas fritas, despertador y zapatos de colegio, el amor se convirtió en un acertijo, en una expedición y también en algo que se podía colocar bajo el microscopio.

Recuerdo aquellos días de mis 16-18, leyendo a Ortega en la Revista de Occidente en sus Estudios sobre el amor, a Francesco Alberoni en Enamoramiento y amor y en El erotismo, a Norman O. Brown en El cuerpo del amor, a Marcuse en Eros y civilización.

Después, mucho más tarde, continuaré la búsqueda por caminos más capaces de explicar mis propios deseos y mi propia experiencia: Alain Finkielkraut, Pascal Bruckner, Robert J. Sternberg, Adam Phillips, Helen E. Fisher.

Ninguno de ellos emana la luz que te barniza cuando lees sobre el estado naciente del amor en Alberoni (aunque es muy posible que necesites tener 18 años y un sólo gran amor poco probado para que esa clase de luz pueda derramarse sobre ti).

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Sin embargo, bajo sus fanales de luz más turbia y más capaz de revelar el complejo entramado de sombras cambiantes, ellos me ayudaron a entender mejor lo que es el amor adulto, ya no inocente y acreedor a toda clase de cajones secretos aún sin abrir, cajones que pueden perturbarlo todo, pero que cuando pueden abrirse y ponerse bajo la luz del día sin que eso lo trastoque todo, traen detrás de sí ese amor verdadero de los cuentos.

El de una mujer de mi edad en una época como la mía.

Cuando era muy jovencita, antes de Ortega y Alberoni, allá por los 12-13, una tarde-noche de invierno compré un libro que estaba en el escaparate de la librería de la esquina de mi casa familiar. Se llamaba Pureza, hermoso ideal, de la editorial Herder. Pese a mis 5 mudanzas, lo he conservado, porque me recuerda con toda su carga de ternura la clase de niña que era yo. Una niña blanca, que podía haber sido el niño de Marcelino, pan y vino.

Estos días he estado pensando mucho en eso que yo llamaba pureza entonces, y en cómo mi visión se ha transformado con el tiempo.

Y la causante de esta marmita de pensamientos ha sido la Silvia Pérez Cruz.

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Llevo ya unas docenas de días escuchándola y mirándola cantar en el youtube, y ha sido cosa de ella que haya regresado a mi imaginación la palabra pureza.

Después de 20 años trabajando en cultura, una ha aprendido mucho sobre las dificultades que tienen los creadores en la gestión de su talento, de su alma, del espíritu de su creatividad, o como cada uno prefiera llamarle.

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Lo que les hace como son, cuando son lo mejor de sí mismos, es la concentración fiera y decidida en su paisaje interior.

Su aislamiento.

Esa voz peculiar que brota de muy abajo, de donde todo está más oscuro y a la vez más claro.

Su capacidad de mirar hacia adentro para pulsar esas fibras interiores que son solo suyas, pero que son las mismas que dejan sin aliento a los de fuera cuando segregan esa música distinta a cualquier otra, capaz de hacer sonar los corazoncitos de todos los demás.

Pero qué difícil es que los que llevan dentro ese fanal no pierdan su lado salvaje. Que no se domestiquen.

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Que no pierdan su pureza.

Que no pierdan el contacto íntimo con esa voz que les ha sido dada.

Que no pasen a vivir colgados de su público, ese público que en esta época grotesca de la tiranía del espectáculo es más voraz y más carnicero de lo que ha sido nunca.

En esa refriega espiritual, sólo sobreviven, sólo mantienen su talento a salvo, los que saben acogerse a la pureza.

Pureza, en este caso, es concentración en la fuente interior, es vivir centrado en iluminar las entrañas sin narcisismo, es estar cercano al público sin por ello pasar a depender de él.

Es agradecimiento sin adicción y sin servilismo, es una profunda libertad interior, un radical sentido del autogobierno y de la fidelidad a su trabajo de minería y escucha.

Es todo lo opuesto al espectáculo.

Esta chica, a la que todos adoran, es así.

Incontaminada. Inocente. Ingenua.

Genuina. Arrebatada.

Fuerte como un árbol. Llena de poder.

Llena de pureza.

Llena de gracia.

Esa gracia tan volátil, tan irretenible.

Tiene ese secreto al que tan pocos consiguen acceder, y muchos menos consiguen mantener.

Ese secreto que consiste en mirar hacia adentro y no hacia el reflejo del espejo.

En considerar que la creación es una especie de trabajo de médium, y que por debajo de lo que dice la propia voz dentro del trance, está la misma piel discreta y normal de siempre, la que hace gárgaras lavándose los dientes y se ríe a carcajadas.

Consiste en mantenerse completamente limpio de artificio. ( y en el caso de la Silvia, hay que decir que no es una recién llegada, ya lleva unos viajes y acaba de cumplir los 33…).

En entender que la voz del trance no es exactamente algo que uno fabrica, que uno posee y que puede controlar (y en eso se parece tanto al amor…)

Porque lo que uno lleva dentro es una especie de fuego, un fuego sagrado, que arde con la leña de lo transpersonal.
Por eso es tan valioso.
Porque no es precisamente algo que pertenezca a quien lo alberga, a quien lo entrega.
Es más bien algo que el artista atiza, recibe y después deja pasar a través de su cuerpo hasta que puede tocar a los demás.

Qué difícil es ese secreto.

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El de volverse translúcido, para el fuego pueda progresar hacia el exterior.

El de mantener el fuego a cubierto de las corrientes que podrían corromperlo, las que vienen de dentro y las que vienen de fuera.

El de la no conciencia de uno mismo.
El de no verse a uno mismo desde fuera como un espectador hechizado.
El de no escucharse complacido.
El de vivirse desde dentro, ajeno a todo lo de fuera.
Y al regresar de lo profundo, volver a sentirse como una pequeña criatura más dentro del gran tinglado del mundo.

La pureza, sin duda, es un don.

Un don es un regalo, no un trabajo.
Una brazada de luz, no un tubo de neón.

Quizá por eso es tan rara, y tan extraordinaria.

Y aquellos que han sido ungidos con él, deberían protegerlo con la devoción que uno dedicaría a custodiar la entrada al paraíso.

Cuando le preguntaban a Jeanette Winterson ¿tú te enamoras a menudo?, respondía:

«Pues sí, a menudo.
De un paisaje, de un libro, de un perro, de un gato, de los números, de amigos, de completos extraños, de cualquier pequeñez.»

Yo también.
Me he enamorado muchas veces, y lo sigo haciendo cada día. Y he leído y aprendido en mi propia piel mucho sobre el amor en estos cincuenta años de vida. Mucho.

Y me pasa como a la Winterson. Me enamoro de cualquier cosa.
Porque eso es lo que mantiene a la vida latiendo.
El arrebato de la delicia del amor.
Me enamoro de la luminosidad del día, de los olores de las bodegas y de las tiendas de comestibles, como decía Saul Steinberg.
Del mirlo que me despierta cada día, como os contaba hace unos días.
De los encajes dorados que compone el sol en las ventanas a las 8 de la mañana.
De los perros que se dejan el hígado corriendo por la acera para echarse encima de alguien a quien se alegran de ver.
De los bebés que se encanan de risa jugando a «ya no está».
De las freesias que se abren en la repisa de la cocina.
De mi gata cuando mete la patita por debajo de la puerta del baño mientras me visto por la mañana para jugar conmigo.
De los ojos de R., que siguen llenos de misterios después de tantos años.

O de esta chica que como manual de la pureza encarnada, supera con mucho aquel encantador librito de mis candorosos trece añitos.

Que Dios nos conserve la capacidad de enamorarnos, y plante en el mundo de vez en cuando nuevas criaturas puras. Como la Silvia.

Que hoy en día se van quedando tan escasas como las luciérnagas en las noches campestres.

Amén.

Silvia Pérez Cruz y Toti Soler cantan Cancó de suburbi de Josep M. de Sagarra, un hermosísimo poema que popularizaría Ovidi Montllor.

Silvia Pérez Cruz y Toti Soler cantan Paraules d’amor, el poema ya casi legendario de Joan Manuel Serrat.

https://www.youtube.com/watch?v=5dEVk5_MUZE

José Ortega y Gasset. Estudios sobre el amor. Revista de Occidente. 1943.
Francesco Alberoni. Enamoramiento y amor. Gedisa. 1988.
Francesco Alberoni. El erotismo. Gedisa. 1986.
Herbert Marcuse. Eros y civilización. Planeta-Agostini, 1985.
Norman O. Brown. El cuerpo del amor. Planeta-Agostini, 1985.
Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut. El nuevo desorden amoroso. Anagrama. 1979.
Adam Philips. Monogamia. Anagrama. 1998.
Adam Philips. Flirtear. Anagrama. 1998.
Helen E. Fisher. Anatomía del amor. Anagrama. 1994.
Robert J. Sternberg. El triángulo del amor. Paidós. 1987.

Joan Manuel Serrat. Paraules d’amor. “ella, com us podré dir, era tot el meu mon, llavors…” {ella, como os lo diría, era todo mi mundo entonces…}

Cançó de suburbi, lletra de Josep M. de Sagarra

Canción de suburbio (una traducción casera al castellano)

Amo la huerta escuálida

resentida de fábricas,

y me gusta rodear mi vida

de este paisaje indiferente.

Y me gustan esos ratos de algarabía:

gente de ensalada y de merienda.

Una muchacha despechugada

y una canción que hace llorar.

Y el hombre humilde que levanta al aire

una frente valiente y un ojo esclavo,

y lleva la gorra y la alpargata

y el hatillo y el blusón azul.

Aquí veo cómo el mundo se me abre

frío y terrible como la muerte.

Y es tan mezquina y es tan pobre

la campanita de mi corazón!

Ellos huyen de los aduladores,

y en mi rostro no hay velo

puedo mirar mi alma desnuda

sin pizca de recelo.

Amo la huerta desolada;

el melocotonero adormecido que se muere,

y la sardina plateada,

porrón de sangre, tomate de oro.

Voy siguiendo vuestra obsesión,

hombres extraños de buenos dientes,

que volveréis a la miseria

un poquito más felices!

Duren los males, duren las penas,

lágrima, rosa, perla y beso.

Dure este corazón y estas venas,

dure este ojo ciego.

Vestido encendido que el gozo desgarra,

baila por mí! Hombre leal,

ven, fumemos nuestra pipa

sobre la hierba virginal.

Cuéntame las maravillas

de tu trabajo, de tu tormento.

Bajo el concierto de las estrellas,

fumemos, tranquilamente.

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